Hace ya mucho tiempo que nos hemos acostumbrado al uso de la palabra “jueza” con absoluta normalidad. Algo obvio, porque es mucho más que normal que existan miembros de la judicatura de sexo femenino, sobre todo en los últimos tiempos, en los que los aprobados en las oposiciones a la carrera judicial y fiscal son mucho más numerosos en féminas que en varones.
Sin embargo, no siempre fue así. De hecho, hasta el 28 de diciembre -sí, vaya fecha escogieron- de 1966 las mujeres teníamos prohibido por ley el ingreso en ambas carreras, como también se nos proscribía en otras como la militar o las Fuerzas y Cuerpos de seguridad. De ahí que no fuera hasta bien entrada la década de los 70 cuando las primeras mujeres empezaron vestir la toga acreditativa de la judicatura, al igual que de la fiscalía.
Con estos antecedentes, el hecho de que el Diccionario de la Real Academia contemplara como definición de “jueza” “la mujer del juez” era lógico y comprensible. Lo que no es tan lógico y comprensible es que esta acepción haya pervivido en el tiempo, aun cuando ahora sea de un modo
residual y en desuso.
Y eso, después de una campaña emprendida por la Asociación de Mujeres Juezas que desde 2016 mantuvo una denodada lucha porque esa definición desapareciera del diccionario.
No obstante, podemos afirmar que hoy se asume con naturalidad el uso del término “jueza” para describir a las que ejercen la jurisdicción, hasta el punto de que la propia Real Academia expresa su preferencia por el uso de la expresión “la jueza” frente a “la juez”, aunque ambas sean correctas.
Todo esto se me venía a la cabeza cuando la titular del juzgado de Catarroja a la que los medios han bautizado como “la jueza de la Dana” se quejaba, y con razón, de la campaña de difamación orquestada contra ella por algunas de las partes de dicho asunto, de quienes decía que estaban esgrimiendo un machismo atroz contra su persona.
Lamentablemente, la magistrada tiene toda la razón. Ojalá no la tuviera o hubiera, al menos, un asomo de duda en toda esta historia, pero de eso, nada.
Como quiera que nada pueden esgrimir frente a unas resoluciones cuidadas y bien fundamentadas y una labor judicial y humana impecable, confirmada punto por punto por la Audiencia Provincial, tiran a dar por otro flanco, y por un flanco que no solo le afecta a ella, sino a todas las mujeres que vestimos toga.
Nada más y nada menos que ponen en duda la autoría material o intelectual de sus resoluciones sugiriendo, cuando no afirmando directamente, que el autor en la sombra no es otro que su señor esposo, magistrado de profesión para más señas.
Y es que, claro, una señora no puede hacer las cosas bien si no es con la ayuda de algún varón que tenga cerca. Faltaría más. Y, dado que el marido no es médico, ingeniero, ni tornero fresador sino magistrado, pues blanco y en botella.
Así, de un plumazo, han querido volver los tiempos en que la jueza no era sino la mujer del juez, tratando de degradar a la magistrada a la categoría de florero judicial.
Desde luego, algo así no se puede permitir. No se trata de feminismo, sino de justicia. No se trata de estrategia procesal, sino de juego sucio. No se trata del derecho de defensa, sino del derecho a la igualdad.
Y es que, en toda mi carrera profesional, de más de treinta años ya, nunca he visto que
se sugiera si quiera que a todo un señor juez le dicte las resoluciones su señora esposa. El mundo judicial y la sociedad en general se rasgarían las vestiduras poniendo el grito en el cielo.
Exactamente igual que debemos hacer ahora ante tamaño atropello a la igualdad entre hombres y mujeres por la que tanto hemos luchado.
Hay cosas que son intocables, o deberían serlo. Y la igualdad es una de ellas. Por no hablar de la dignidad y la intimidad, que también salen malparadas con esta maniobra. No todo vale. O no debería valer.