Hay lugares que quedan marcados para siempre en la memoria colectiva por un hecho terrible ahí sucedido. Cargan con el sambenito a pesar del paso de los años y de todas las características positivas que pudiera tener el lugar y sus habitantes.

Podríamos citar como botón de muestra a Alcácer, o a Puerto Hurraco, pero hay muchos más. Y parece que Torre Pacheco lleva ese camino, para desgracia de sus gentes, que ninguna culpa tienen de esta explosión de barbarie.

No diré que es la crónica de una muerte anunciada, porque me gustan poco los profetas y quienes lo arreglan todo con un “te lo dije”. Pero tampoco pequemos de ingenuidad diciendo que no lo esperábamos porque se veía venir. Ya hace tiempo que se veía venir.

Y no se trata, además, de nada nuevo. Ya hubo unos episodios similares en El Ejido en Almería hace tiempo, pero, como suele suceder, no hemos aprendido nada. Y si lo hicimos, pronto lo olvidamos.

Lo que ha sucedido -o más bien, está sucediendo- en Torre Pacheco podría haber sucedido en cualquier sitio. Simplemente habían de combinarse los factores para la tormenta perfecta, porque el barco ya se construyó hace tiempo y su tripulación ha ido creciendo día a día, alimentada por unas redes sociales que tienen tanto de negativo como podrían tener de positivo, pero cuyo potencial nadie puede negar a día de hoy.

Solo bastaba una mecha que encendiera ese polvorín que estaba ahí, esperando la mínima excusa para estallar. Y la mecha llegó en forma de la agresión a un anciano cuyas características aún no son del todo conocidas, aunque a quienes estaban esperando la oportunidad poco les importa.

Sucede un hecho lamentable en un lugar, se achaca -con razón o sin ella- a personas migrantes, se enciende la mecha y a partir de ahí la situación se vuelve incontrolable. En realidad, da igual quién cometiera la agresión primigenia sino a quien se le atribuye.

De inmediato, empiezan a correr en redes sociales y canales varios mensajes, vídeos y fotografías con un propósito claro: asociar migración y delincuencia hasta el punto de plantar una semilla en el imaginario colectivo que empiece a ver ese binomio como una asociación inseparable.

Mientras tanto, se crea un mensaje engañoso que distingue entre migración regular e irregular, legal e ilegal como si se tratara de la dicotomía entre quien delinque y quien no lo hace.

Se oyen voces que insisten en que no son bien recibidos quienes vienen a nuestro país con el propósito de delinquir, como si quien se juega la vida en una patera, en los bajos de un camión o pasando penalidades lo hiciera para semejante cosa.

En realidad, si hay extranjeros que vienen a delinquir en nuestro territorio no son en absoluto la gente a la que se refieren estos mensajes de odio, sino mafias y traficantes de armas o de drogas que poco importan a estos generadores de odio.

La cuestión es que los migrantes a quienes odia esta gente, y a quienes quieren que odiemos todos, no son ricos ni juegan a fútbol o tienen fama internacional por cualquier otro asunto. Son personas que trabajan cada día, que conviven en armonía en una sociedad de la que forman parte y en la que están mucho mejor integrados que quienes quieren lanzar su odio contra ellos. Y eso es lo que no soportan.

Y lo que no debemos soportar la buena gente es que nos manipulen, que nos engañen, que nos lleven a creer sus bulos y nos impregnen de su odio, cuando lo que merecen es nuestro desprecio.

No podemos mirar hacia otro lado, ni permitirnos callarnos. En situaciones como esta conviene recordar aquello que dijo Martin Luther King, a quien también asesinó el odio racista e intolerante. “No me preocupa el grito de los violentos, de los corruptos, de los deshonestos, de los sin ética. Lo que más me preocupa es el silencio de los buenos”.

Es una lástima que estas palabras, pronunciadas hace cincuenta años sigan de plena actualidad. Pero es lo que hay. Y en nuestras manos está que dejen de estarlo.