Este ha sido el primer año que no he podido celebrar el Día de la Madre con mi madre. Apenas un mes antes, me dejó huérfana de su presencia, y lo que hasta entonces era el presente, comenzó a convertirse en recuerdo. Un recuerdo hermoso porque me conduce a ella, y doloroso porque me muestra que ya no está.

Este Día de la Madre ha sido el primero en que no le he comprado un regalo ni he comido con ella, por más que ella esté siempre conmigo. No ha habido libro, ni sorpresa, ni esas margaritas que tanto le gustaban. Porque este año, por vez primera, he celebrado el Día de la Madre solo como madre, y ya no como hija. Y sí, ya sé que es ley de vida, pero qué jodida ley y qué jodida vida, la verdad.

No sé por qué, pero en este momento me viene a la cabeza algo a lo que le di muchas vueltas en mi infancia. Tenía una compañera de clase cuya madre había muerto muy joven, y cada año me preguntaba por lo triste que se debería sentir el Día de la Madre, porque ella no tenía con quién celebrarlo.

No tenía a quién regalar el collar de macarrones, el macetero de macramé o el cuadrito de punto de cruz que hacíamos en aquella clase pomposamente llamada de pretecnología que no era otra cosa que costura y algún que otro trabajo manual. Pero ella hacía aquellos trabajos, igual que las demás. Ignoro si se los daría a su padre, o alguna tía, o directamente los tiraría a la basura, y nunca me atreví a preguntárselo, pero a mi me daba mucha pena. Una pena enorme

Ahora, más de cincuenta años después, sé cómo se sentía aquella niña. Porque, aunque no haya hecho un collar de macarrones ni un cuadro de punto de cruz, sí que veo cómo el resto del mundo corre a floristerías o a tiendas de regalos en busca de algo para su madre mientras yo ya no tengo a quién dárselo. Ahora siento en mis carnes la crueldad de que el mundo siga girando mientras yo lloro, y que a nadie le importe que yo ya no tenga madre a quien abrazar.

En un día así, me acuerdo más de ella. Recuerdo que ella siempre se ponía el collar de macarrones y lo llevaba adonde fuera, aunque la gente la mirara extrañada. Y, cómo no, colgaba en la pared el cuadro de punto de cruz y ponía en la terraza el macetero de macramé, aunque uno y otros tuvieran defectos y estuvieran en el polo opuesto de lo que cualquier persona con mínimo gusto para la decoración hubiera aprobado.

En su día, cuando mis hijas eran pequeñas, yo también fui la madre que se paseaba orgullosa con la ristra de macarrones al cuello, simplemente porque aquello lo habían hecho mis niñas. Yo también sonreía y enseñaba al mundo mi regalo ignorando las miradas extrañadas a mi paso, junto con alguna que otra sonrisa condescendiente.

Ahora, pasados varios años, me alegro de haberlo hecho. Porque cuando ellas se vean en el trago de celebrar el día de la madre sin madre -que espero que tarde mucho en llegar-, podrán evocar esos momentos como los evoco yo hoy. Y entonces, esté donde esté, sabré que ha merecido la pena. Del mismo modo que ella, esté donde esté, estoy segura de que lo sabe.

Pero, aunque eso me consuela un poco, la sigo echando de menos. Muchísimo.