En estos días de fallas, festivos para todo el mundo, el destino decidió que yo viviera la más dura de las tragedias. Una tragedia que, por esperable, no es menos tragedia sino más, si cabe. Porque en estos días se me fue mi madre que, con sus cien años cumplidos, pensaba que sería eterna.
Sé que no es racional ni lógico. Sé que la vida es finita y que las tres cifras en el cumpleaños son el anuncio de un final cercano, pero no quise creerlo.
Quien haya sufrido una pérdida así seguro que lo entiende. Porque se iban otras, pero no ella; porque enfermaban otras, pero no ella; porque perdían los recuerdos otras, pero no ella.
Ella permanecía siempre ahí, inmutable al paso del tiempo y a las circunstancias. Ni una guerra, ni una dictadura, ni las penurias de una época pudieron con ella. Tampoco la hundieron la pérdida temprana de un marido y de un hijo después, ni la de su querida hermana, que era su otra mitad.
Ni siquiera el hecho de pasar el COVID cumplidos los noventa, ni una caída con fractura de cadera o de coxis pudieron con ella. Se levantaba una y otra vez, una y otra vez, con la perseverancia con que lo hacía todo y la sonrisa que jamás perdió. Por eso llegué a pensar que sería eterna.
Y ahora, en medio de esas fiestas de las que tanto disfrutamos juntas, se me fue. Casi sin hacer ruido, sin darnos más trabajo que el de hacernos a la idea, y rodeada de todo el amor que hemos sido capaz de darle, aunque nada comparado con el que ella nos dio.
Duele. Duele mucho y seguirá doliendo, por más que ella no quisiera que sufriéramos por su causa. Pero eso es imposible. Solo pensar que ya nunca podré dirigirle a nadie la palabra "mamá" me angustia tanto que a ratos dudo si podré resistirlo.
Pero sé que lo haré, porque ella no me lo perdonaría. Por mí, y por esas dos nietas que motivaron su última sonrisa, cuando apenas era ya capaz de abrir esos ojos azules que tanto habían brillado hasta unos días antes.
Lo hizo todo bien. Vivir, y también morir. Nos transmitió su fuerza, su coraje, esa manera elegante y firme, a la vez que tierna, de hacer las cosas. Nos dejó en herencia la creencia de que nada es imposible, si nos esforzamos lo suficiente y nos dejó también la determinación para llevarlo a cabo.
Y nos dio la fuerza para hacer lo que ella hubiera querido que hiciéramos, aunque hiciera unas horas que la habíamos despedido; hacer la Ofrenda más especial de nuestras vidas. Tal vez haya a quien le cueste entenderlo, pero siendo valenciana y fallera no me cabía otra opción. Y su hija y su nieta allá fueron por ella.
Ahora queda lo peor. Queda levantarme cada día de la cama sabiendo que no hay nadie al otro lado de su teléfono, que su sillón permanecerá vacío, que no habrá paseo por la playa para darle los buenos días.
Queda saber que mi primera admiradora no está, y ya nadie dirá a todo el que quiera oírla que nadie escribe como su hija. Quedan todas las dedicatorias que le tenía que hacer, y las explicaciones que le tenía que dar cada vez que se interesaba por conocerla actualidad del mundo.
Queda un hueco muy grande y un listón muy alto al que dudo que pueda acercarme algún día. Y quedan, sobre todo, el privilegio de haberla disfrutado tanto tiempo y un montón de recuerdos que harán que siga viviendo en mí.
Creía que sería eterna y, pensándolo bien, ahora sé que lo es. Porque todo lo que nos ha dado sigue ahí y seguirá siempre. Y eso no hay destino que se lo lleve.