Acabamos de celebrar un nuevo 9 de octubre, nuestro día, el día de la Comunidad Valenciana. Un día que debería servir para unirnos y que, por desgracia, muchas veces se ha utilizado para todo lo contrario. Para desunirnos, cuando no directamente para lanzarnos a una batalla fratricida donde las armas eran los símbolos y la lengua, eso que nos hace singulares y que debería enorgullecernos.

Aunque el germen de esas discrepancias -por nombrarlas de una manera suave- siempre ha estado ahí, llevábamos unos años de relativa tranquilidad. Más o menos, desde que las manifestaciones en defensa de la lengua del año 2017 acabaran de la manera que acabaron, con varios heridos y un procedimiento judicial todavía en marcha del que nada más comentaré por razones obvias. Espero que no tardemos en conocer el desenlace de tan complejo asunto judicial.

Pero, al final, siempre hay alguien que echa mano de estas cosas para sacar rédito, aunque nunca se sepa muy bien qué tipo de rédito. Y el lío está servido. En este caso ha empezado con el acento, un acento que poco o nada tiene que ver con el que ha resucitado a Lola Flores en nuestras pantallas gracias a un anuncio de cerveza.

El acento, o. mejor dicho, la tilde, que caracteriza la denominación en valenciano de mi ciudad, Valencia. Que si sí, que si no, que si cerrado, que si abierto, ese acento parece haber sido de las primeras preocupaciones del nuevo consistorio, y de las más enconadas réplicas de la otra parte, que en todas partes cuecen habas y en mi casa a calderadas.

Y no es que me parezca mal que estas cosas preocupen, no es eso. Lo que me da que pensar es que sea de las primeras que preocupen, y que dé la sensación de que sea, además, de las que más preocupen. Y eso en una ciudad como la nuestra, una de las más importantes de España con varios reconocimientos en su historia reciente.

María José Catalá porta la Senyera en la procesión cívica del 9 d'Octubre

María José Catalá porta la Senyera en la procesión cívica del 9 d'Octubre Efe/Biel Aliño

Pero parece que no va a ser un caso aislado. En estos días, al celebrar precisamente la festividad de nuestra comunidad, me he percatado de que, en los carteles anunciadores de Sant Dionís, nuestro particular patrón de los enamorados, este ha perdido una 'i' por el camino. Ya no es Sant Dionís sino Sant Donís, aunque si buscamos en Internet hay de todo, como en botica, incluido el “San Dionisio” con el que bautiza a nuestro santo la Wikipedia.

Y a mí me importa poco como lo llamen, siempre que tenga mi mocadorà y mis frutitas de mazapán, como manda la tradición. Porque aquí, en mi tierra, es costumbre regalar a la pareja, tal día como este, un pañuelo que envuelve unos dulces con forma de frutas, supongo que evocando nuestra huerta.

En el día del Pilar, patrona de España y de la Hispanidad, según nos han dicho siempre, los símbolos como el escudo y la bandera también se vuelven armas arrojadizas en lugar de unirnos. De hecho, ya hace mucho tiempo que la bandera nacional parece haberla patrimonializado cierto sector de la política y, como reacción, provoca rechazo a otro sector, el del espectro opuesto. No hay más que comprobar quién o quiénes la lucen en forma de pulsera en sus muñecas.

La cuestión es que no sé si es cosa nuestra, o se da también en otros lugares, pero no deberíamos consentir en que los símbolos de unión acaben siéndolo de todo lo contrario. No es menester que cada vez que oigamos el himno nos pongamos la mano en el pecho como los americanos en las películas, pero tampoco hay que ir al extremo contrario. Ni una cosa ni otra.

En realidad, lo peor de todo es que todo esto tenga el efecto de tapar el sol con dedo. Y que nos olvidemos de lo verdaderamente importante, las personas, para centrarnos en las cosas, que se prefieran los símbolos que aquello a lo que representan.

Pero, de momento, hay lo que hay. Un acento puede levantar pasiones, como puede hacerlo la tela de una bandera y, sin embargo, no las levantan tanto cosas como las mujeres que mueren asesinadas por violencia de género, las personas que se dejan la vida en el mar tratando de llegar a nuestras fronteras o quienes pelean cada día porque no tienen con qué alimentar a sus hijas e hijos.

Ojalá nos centremos de una vez en lo que realmente importa.