Abuela, ya no me harás más trenzas en la barba: cuando los nuestros no tienen ni un funeral digno

Abuela, ya no me harás más trenzas en la barba: cuando los nuestros no tienen ni un funeral digno

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Abuela, ya no me harás más trenzas en la barba: cuando los nuestros no tienen ni un funeral digno

Uno de lo dramas que trae esta pandemia es la de no poder despedir a los fallecidos. Los entierros son un mero trámite limitado a tres asistentes. 

13 abril, 2020 20:15

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- … comunicarles también que a la ceremonia de incineración del cadáver solamente podrán asistir 3 personas, por las restricciones implantadas a causa del Covid-19.

- Bueno… la difunta tenía 4 hijos. ¿No puede asistir una cuarta persona, respetando las normas y la distancia de seguridad?

- Lo sentimos, son las normas. 3 personas.


Un millón de veces me imaginé cómo sería tu funeral, abuela. Y en ninguna, ni por asomo, salía que tus cuatro hijos tendrían que echarse a suertes cuál de ellos tendría que quedarse fuera. Apartado, sin derecho a despedirte. Como si no fuese hijo tuyo. Son las normas, dicen. Y las normas no entienden de sentimientos. Hasta en eso nos ha salido mal este año.

Un millón de veces me imaginé tu funeral, abuela. Porque te has ido con 96 años y, a esa edad, a la muerte se le mira a la cara. Sin miedo. A la muerte se la confronta cada mañana. Y cada noche es un regalo poder meterse en la cama de nuevo. Cada temporada puede ser la definitiva y cada Nochevieja puede caer el último brindis. Por eso es tan importante poder celebrar un funeral digno. Porque cuando lo has hecho todo en la vida, es lo único que queda: estar en paz con los tuyos, esperar a que venga la última ola y, cuando eso pase, que te puedan llorar todos juntos mientras te dan el último adiós.

¡Cómo se echa en falta cuando no se tiene! Un velatorio donde se llora añorando al fallecido, se ríe recordando sus anécdotas, se abraza a modo de consuelo, se vuelve a llorar aunque duela, porque si duele es que está curando. La familia lima asperezas, si las hubiere, porque a la abuela le hubiera gustado así. Un último vistazo al cadáver; ver cómo te han vestido para tu último viaje. Qué guapa te han maquillado. Tú siempre fuiste guapa. Una lágrima sobre el cristal que cubre el ataúd. Un funeral digno, en silencio y de riguroso luto. Una misa breve y unas palabras de los que te quieren. Un penúltimo adiós cuando se llevan el féretro. El corazón encogido cuando lo introducen en el nicho y sellan la lápida. El último adiós. Y volver a llorar.

¿Te parece triste recordar un entierro? Más triste todavía es que no te dejen celebrarlo. 

Te escribí una carta casi premonitoria no hace tanto. Hicimos una videollamada el día de tu cumpleaños, seis días antes de morirte. Estabas bien y con ánimo. Ahora no me puedo creer que ya no estés más. Subí una foto a redes el día que falleciste, sin más pretensiones que decirte adiós. Salías haciéndome una trenza en mi barba larga, que detestabas. La foto acabó llegando a muchísima gente de todo el mundo, mucha más de la que yo me esperaba; personas que no nos conocen pero nos manda ánimos. A todos se lo agradezco de corazón, porque ha sido lo más parecido a un libro de despedida, a un funeral. Un tuit.

Una generación apasionante

El virus todo lo ha cambiado. Ahora funeraria está desierta, no hay coches en la puerta. En otro momento sería una buena señal; nadie se ha muerto ese día. Pero en estos tiempos significa que te han dado hora para quemarte, igual que se la dan al que va a sellar el paro. Hay que ir, ejecutar y largarse, que en en un ratito llegan otros a quemar a sus muertos. Ahora no hay familias enteras; sólo tres personas que no pueden acercarse, despedirse o abrazarse. Tres personas, rotas de dolor, entrando a un tanatorio que huele a desinfectante y en el que se acumulan las urnas con cenizas humanas, porque ya las entregarán cuando esto pase, que ahora no se puede. Y siempre hay un cuarto hijo fuera, desconcertado en la puerta, que no puede entrar a despedir a su madre porque le ha tocado a suertes. Son las normas, nos dicen. Pues malditas sean las normas.

Te has ido, abuela, y ahora me surgen mil preguntas para hacerte. Sobre la guerra, sobre la posguerra, sobre Alemania y sobre cómo hacer para criar hijos y que no se conviertan en unos cretinos. Sobre la próxima convocatoria de la selección de fútbol o sobre el bisnieto que nunca te di, que al final ganaste tú esa apuesta y no sabes cómo me duele.

A los que me estéis leyendo: hablad, hablad con vuestros mayores. Por teléfono, por vídeo o por señales de humo. Y cuando todo esto pase, los tenéis que abordar y que os cuenten cosas. De verdad, es una generación asombrosa, apasionante. Mucho más que la nuestra. Es gente que nació entre bombas. En tu puta vida has visto tú una bomba, a no ser que haya salido en la tele. A ellos, en cambio, les silbaban sobre sus cabezas y les volaban sus casas. Es gente que pasó hambre, pero hambre de verdad. Que empezó a trabajar con 7 u 8 años, porque es buena edad para recoger aceitunas. Que en la calle jugaba a pedradas, los profesores les zurraban y arriesgaban sus vida con el estraperlo para traer algo de comida a casa.

Son vidas apasionantes, como la tuya, abuela. Naciste en Alcalá la Real, el pueblo de los suicidios. Y se suicidó tu padre cuando eras una preadolescente. Se ahorcó pocos minutos antes de que llegasen los fascistas a fusilarlo. Te encontraste tú su cuerpo colgado de un olivo y nunca te quejaste del trauma. Tuviste que hacer de hija y de padre de una familia. Tiraste adelante habiendo nacido en el bando perdedor, con una madre enferma y una hermana ‘sordomuda’. Y saliste airosa.

La abuela de todos

Emigraste a Barcelona y te hiciste del Madrid. Porque sí, por tu afición a llevar la contraria. Por tocar los cojones. Nos enseñaste a jugar a pie cambiado. Te gustaba el fútbol, pero el fútbol solamente se veía en los bares. Y en aquellos tiempos, los bares no eran sitio para mujeres. Por eso ahorraste y te compraste la primera tele del barrio. Para ver el fútbol si te daba la gana, sin permiso de los hombres. Para invitar a los vecinos, que se te llenaba la casa de gente. Gente que ahora no ha podido despedirte. Fuiste la abuela de todos antes incluso de tener nietos.

Ya no veremos más partidos juntos, que aquello me daba la vida. Y a ti te gustaba tenerme al lado porque sabes que soy un sobón y no te soltaba la mano en los 90 minutos. ¿Me preguntas cuál fue el mejor partido de mi vida? Sin duda fue un Real Madrid-Murcia en 2008. Tenías tú 84 años y nos obligaste a mi primo Pablo y a mí a llevarte a ver un partido al Bernabeu. Ese día te dio tiempo a vacilarle al piloto del avión, a un japonés en Cibeles y a pedirle “amablemente” que se sentase (a golpe de bastón) a un tipo que te tapaba la vista en la grada. Un Real Madrid-Murcia soporífero que acabó con 1-0 (Sneijder). Uno de los partidos más malos que recuerdo, si lo analizo fríamente. El mejor partido de la historia, si lo miro ahora en perspectiva.

Te gustaba Marcelo, "porque lleva la permanente en el pelo, como yo"; decías. Se lo conté durante una entrevista al presidente Florentino Pérez, que se encargó de que te llegase una camiseta firmada por Marcelo, 'el de la permanente' (y nunca se lo agradeceré lo suficiente). Cuando la recibiste, lo celebraste señalando al cielo con los dos dedos, como un futbolista brasileño, a lo Kaká. Esas salidas las voy a echar de menos.

Ya no habrá más jugadores 'bautizados', que entre que tú estaba medio sorda y yo era un cabrón, te decía sus nombres muy rápido y flojito  para ver cómo hacías magia. Por eso los soltabas tal y como te llegaban. Por eso Benzema era 'Wenceslao', Messi era 'Merci', Illarra era 'Chicharra', Luka Modric era 'Camorri' y Adebayor era 'Nueva York'. Coentrao era 'El Cordobés' porque se parecía al torero, y Khedira era 'El Gitano' porque se parecía a un evangelista del barrio. 

Tu inmersión en el catalán se limitó a ver los partidos por TV3 e interpretar que Targeta vermella (Tarjeta roja) se dice 'tarjeta marbella', y Targeta groga (amarilla) se dice 'tarjeta droga'. Me río recordándolo porque tú no hubieras querido una despedida demasiado lacrimógena. Y porque es lo único que me queda. Al final, el fútbol era una excusa para hartarnos de reir. Ya no sé si me interesa el fútbol, ahora que no estás.

Alegrémonos

Entretanto, veo la tele y parece que vivimos en una fiesta de pijamas. Qué bien estamos, la curva se está aplanando y el porcentaje del nosequé ha variado un nosecuantos, fíjense bien en la gráfica de colorines. Los policías bailan y un señor de Antequera ha amaestrado a sus canarios para que canten el Resistiré, que era el único formato que faltaba. Aplaudamos. Los números son mejores que los de ayer. Solamente han muerto quinientos y pico. Alegrémonos, no critiquéis, que el otro día fueron casi mil. Pues vale. Pero uno de esos números que a ti te invita al optimismo es mi abuela y no la hemos podido despedir. Y no sólo ella: todos esos números tienen una familia y una historia, que se van sin que les puedan decir adiós. Dejadme al menos el derecho a estar jodido.

Supongo que es cuestión de tiempo; supongo que a eso también tengo que aprender, a perdonar, porque estoy muy enfadado. No sé con qué ni con quién, pero estoy cabreado. Como están enfadados todos los que han perdido a uno de esos ‘números a la baja que invitan al optimismo mesurado’ que se ha ido sin funeral. Y también supongo que que acabaré perdonando, como me perdonabas tú la barba que no te gustaba y la convertías en trenzas. Ha sido tu última lección antes de irte. Gracias también por eso.


Buen viaje, abuela.