Estos días Sevilla ha vivido una semana especial con la vuelta al culto de la Virgen de la Esperanza Macarena. El pasado lunes 8 de diciembre, precisamente el día de la Inmaculada, la señora de San Gil volvía a reencontrarse con sus devotos tras meses de espera.

Además, no era una fecha cualquiera. A las puertas de la Navidad, cuando la ciudad empieza a cambiar el paso y el ánimo, la Macarena regresaba a su basílica tras la restauración, como quien vuelve a casa por las fiestas.

Durante días se palpaba la impaciencia en la gente. Sevilla es así cuando espera algo que siente como propio. Se hizo de rogar, como tantas veces en su historia, pero volvió. Y lo hizo como siempre ha hecho, incluso en los momentos más adversos.

Cientos de personas formaron colas durante tres días seguidos para mirarla de cerca. Para, durante unos segundos y en silencio, poder mantenerle la mirada mientras le compartían sus
confesiones más íntimas.

Ha vuelto la Esperanza con su rostro de siempre. Aquella Macarena de las abuelas, de las madres o de la infancia. La que está en azulejos, en las cajas de dulces o en las estampitas añejas, de esas que todos llevamos en la cartera como un amuleto.

Quizá el regreso de la Macarena haya sido la guinda de un año marcado, precisamente, por la esperanza. Un Año Santo Jubilar en el que esta virtud teologal ha actuado como eje conductor de buena parte de la vida devocional de la ciudad.

Buena prueba de ello ha sido la misión de la Esperanza de Triana, que ha recorrido distintos barrios dejando tras de sí un reguero de fe y fervor popular.

Porque la esperanza es, como se dice, lo último que se pierde. Lo único que Pandora logró retener en la caja cuando los males se desparramaron por el mundo. Basta con asomarse a la realidad para entender por qué tantos buscan hoy unos ojos serenos a los que agarrarse.

Vivimos tiempos convulsos. La vida se ha vuelto cada vez más difícil. Siempre lo ha sido, aunque cada época tenga sus propias grietas.

No es de extrañar que muchos acudan estos días a los besamanos del Día de la Virgen de la Esperanza en busca de la mirada serena de la Macarena, del rostro moreno de la Trianera, de la dulzura de la dolorosa de San Roque, de la juventud de la Esperanza de la Trinidad o de cualquier otra imagen que, independientemente de su advocación, nos recuerde que no todo está perdido.

Incluso, me atrevería a decir, que hasta el más ateo sería capaz de balbucear una oración de tapadillo cuando los males del mundo aprietan demasiado. Sevilla es, indudablemente, una ciudad que ha hecho de la esperanza una seña de identidad.

Hace unos días, un estudiante me comentó algo que se me quedó grabado. La esperanza no es un bien cuantificable. "No podemos contar esperanzas", decía. Y tenía razón. No es algo que se pueda medir cuantitativamente, pero sí es algo que se puede percibir.

En Sevilla, la esperanza también se respira fuera de los lugares que huelen a incienso y a nardo. Hay esperanza en el incansable trabajo de médicos, docentes y fuerzas de seguridad.

Esperanza en aquellos barrios que más la necesitan y siguen resistiendo ante la adversidad. En los jóvenes que pelean por un futuro incierto y en los mayores que solo piden una vejez tranquila.

En estos días nos adentramos nuevamente en la Navidad, un tiempo en el que hacemos
balance de lo vivido y anotamos las peticiones de lo que vendrá. Muchos pedirán salud,
otros trabajo y otros calma ante tanta tempestad política y social.

Pero, en el fondo, casi todos pedirán lo mismo: esperanza. Esa idea que nos hace levantarnos cada mañana y mirar al nuevo día con aires renovados y con la certeza de que la vida sigue.

Quizá por eso, el reencuentro de la Macarena con su pueblo sirve como metáfora que nos recuerda que, incluso en los tiempos más complejos, la Esperanza sigue estando con su gente.