Álvaro Ramos.

Álvaro Ramos.

Opinión

Celebrar la vida

Publicada

Siempre que se aproxima la festividad de Todos los Santos, me acerco a mi estantería y saco el libro de las Leyendas de Bécquer. Es una tradición. Busco entre sus páginas “El Monte de las Ánimas”, y vuelvo a leerlo con la misma fascinación temerosa que cuando era niño. Y es que la atmósfera del relato sobrecoge: el frío castellano, el monasterio en ruinas, los esqueletos que despiertan bajo la luna. Bécquer escribió aquella historia hace más de siglo y medio, pero aún logra estremecer a quien se deja llevar por la imagen de aquellos caballeros muertos que vagan por Soria, perdidos entre la niebla.

Pienso en esa leyenda cada vez que llega Halloween. Una fiesta que hemos importado y adaptado hasta hacerla nuestra. Ya no es raro ver por las calles de Sevilla a niños disfrazados de seres del inframundo pidiendo caramelos, ni a jóvenes celebrando la noche del 31 de octubre con máscaras, maquillajes terroríficos y bolsas repletas de bebida. Es una fiesta que, aunque venga de lejos, ha encontrado aquí su hueco, despertando una mezcla de fascinación y juego con la muerte, de lo prohibido y lo oscuro. La muerte se convierte en espectáculo, en un entretenimiento mundano.

Y, sin embargo, detrás de esa celebración colectiva hay algo que inquieta. Desde hace varios años Halloween también aparece ligado a noticias menos festivas. Peleas callejeras, vandalismo juvenil, exceso de alcohol… No deja de ser paradójico que una noche nacida del miedo se haya convertido, a veces, en motivo de terror real. Esa atracción por lo siniestro, tan humana como antigua, parece recordarnos que lo macabro también tiene su magnetismo. Desde las danzas de la muerte medievales hasta las calaveras mexicanas, el ser humano ha jugado con la frontera entre la vida y la muerte como quien se asoma a un abismo que necesita comprender.

Pero tras esa noche de ruido, llega la calma. Amanece el Día de Todos los Santos, y todo se vuelve más sereno. En los cementerios, las flores devuelven el color al frío mármol y el silencio nuevamente impone su ley. Las familias visitan las tumbas, limpian las lápidas, colocan los ramos y rezan en voz baja. Aquí no hay disfraces ni música. No es un día para celebrar la muerte, sino para ensalzar la memoria de los que ya no están. Porque el recuerdo también es una forma de vida. Cada nombre pronunciado ante una tumba, cada historia contada por los nietos, es una victoria contra el olvido.

Este año, además, Sevilla ha vivido un hecho singular con la salida extraordinaria de Virgen de la Esperanza de Triana. En medio del paisaje que deja el día de difuntos, su salida parece una caprichosa coincidencia de lo que se celebra en esa jornada. Por ello, no es casual que su nombre haya resonado por las calles de la ciudad. La esperanza es lo que queda cuando el miedo pasa, cuando el frío del Monte de las Ánimas se disuelve en la luz del día.

Quizá por eso me gusta pensar que el Día de Todos los Santos no es una fiesta de los muertos, sino de los vivos. De quienes aún podemos mirar al cielo y pronunciar el nombre de un ser querido. Frente al desenfreno de Halloween, el 1 de noviembre nos invita a detenernos un instante para recordar y agradecer.

Así que, como cada año, cerraré el libro de Bécquer, apagaré la luz y pensaré que, mientras alguien conserve el recuerdo de quienes se fueron, la vida seguirá latiendo. Porque, en el fondo, de eso trata esta fecha, de recordar que la vida, aún entre sombras, sigue siendo el milagro más grande.