En una noche de invierno, la puerta de la casa de Heráclito quedó entreabierta. Al paso de unos forasteros, viajados hasta Éfeso sólo para recorrer las mismas calles del maestro, el filósofo les invitó a entrar. Cuenta el relato que quedaron desilusionados por su extremada modestia; esperaban encontrarlo leyendo, en pose regia y barbilla alta. Pero no: los abordó afable, llano y sonriente mientras se preparaba la cena.

Un anciano sin pretensiones que cuidaba el fuego que le daría de comer. Otras crónicas, más cercanas en el tiempo y el espacio, nos cuentan que el poeta Antonio Machado tenía esa misma bonhomía congénita. Sonrisa y verso se acompasaban en una actitud de vida que le acompañó hasta las duras, cuando murió exiliado a orillas del Mediterráneo por varios achaques pulmonares imposibles de atender durante la huida.

Machado leyó a Heráclito, pero también a Platón, a Aristóteles, a Spinoza, a Schopenhauer, a Proust, a sus maestros Unamuno y Ortega, y por supuesto, a Nietzsche. De ánimo más cercano al primero que al último, aquel niño criado en el palacio de las Dueñas se veía más filósofo que escritor, más protector de hogares que figura estelar de la poesía española.

Así lo confirma el profesor de Filosofía Contemporánea en la Universidad Pablo de Olavide Valentín Galván, que como un sabueso desbocado ha rastreado entre escritos, cartas y autorretratos —en algunos pasajes pareciese haber alcanzado los pensamientos de don Antonio— en una publicación imprescindible para entender las vivencias y creencias de un Machado narrado en voz de Juan de Mairena.

Con la lectura de "Así habló Juan de Mairena. Cantares de un filósofo", puede imaginarse que el poeta sevillano pensaba igual que Heráclito cocinaba, con el mismo ritmo de cuchara y las mismas pocas aspiraciones. Con una cadencia parecida, Galván relata cómo se construye un hombre con vocación de pensador, firme en sus fobias, pero alérgico a la ortodoxia. Sus actos cotidianos primordiales, además de caminar, eran pensar y escribir.

Portada del libro 'Asi habló Juan de Mairena: Cantares de un filosofo'.

Portada del libro 'Asi habló Juan de Mairena: Cantares de un filosofo'. E. E. Sevilla

Siempre pensaba antes de escribir, aunque alguno de sus juegos apócrifos anduviera entre la vanguardia —que sentía tan ajena— y la romántica promesa decimonónica de desdoblarse en múltiples alter ego. Por eso tal vez su palabra es tan sólida que extiende sus raíces en todas las tierras que habitó, porque no es pirueta ni ocurrencia sino una estructura asentada en un vasto conocimiento filosófico y unos inquebrantables principios humanos.

En esos espejos desdoblados, los pensamientos de Juan de Mairena —nada ficcionados, apoyados en citas concretas y referencias bibliográficas— se diluyen con los de Machado hasta no saberse quién está hablando realmente si no fuese por la honestidad científica del autor. Un hombre, aquel Antonio disfrazado de Juan, entregado al dilema de ser quién es —¿un “socialista no marxista”?— pero no saber quién aspira a ser; tal vez en la encrucijada de aspirar a ser tan solo nadie.

Aunque nos queden sus reflexiones y pesares hayan cumplido ya la centuria, su visión del mundo eriza la piel porque nos recuerda que el ciclo de errores, masacres y genocidios de la humanidad es imparable. Cuando habla de la pasividad de los conservadores británicos y franceses ante la invasión alemana o del cínico pacifismo inicial americano, el lector cae inevitablemente en la analogía: un siglo después, su crítica firme y robusta ante la injusticia sigue siendo necesaria.

Siguiendo los preceptos de Unamuno, para Machado la vida y el pensamiento son una misma cosa, por eso nunca evita escribir de frente, alzar la voz por las causas justas o asumir la coherencia como compañera de un viaje sin final imaginable. No sólo la poesía, la vida y la filosofía se alinean: también el paso de los días, los cariños fraternales, las palabras lanzadas desde la tribuna y los secretos más íntimos constituyen una amalgama única e indivisible que atraviesa, como el Cupido de su autorretrato, su obra y sus días.

A pesar de sus desdobles y derivas literarias, es monolítico en su falta de pedantería, incapaz de adoctrinarse, entre la sequedad de Castilla y el jugo de los frutos de su tierra. Quizá por eso sea, sin saberlo, el gran poeta del tiempo: un tiempo que se inserta en la tinta de la prosa y el verso con la naturalidad de los segundos, los minutos y las horas que pasan ante él. ¿Un apócrifo de Heráclito? Un hombre bueno, eso seguro.

Quien aspire a entender al filósofo disfrazado de poeta, a ese Antonio escondido tras un Juan, debe leer a Galván. Después de la esquina de verano, casi cuando asome octubre, nos cruzaremos con una buena noticia: el 29 de septiembre será presentado en el CICUS (calle Madre de Dios, 1) este ensayo, estudio y biografía —todo a la vez—, publicado por la editorial granadina Comares. El autor y el catedrático Francisco Sierra Caballero constatarán en esa tarde de lunes que “hoy es siempre todavía”, que el poeta del tiempo aún vive.