Cada año ocurre lo mismo. Llegan los últimos días de agosto, las temperaturas nos conceden una leve tregua y comienza a invadirnos la nostalgia por todo lo que vamos dejando atrás. Despedirse del verano siempre conlleva una cierta tristeza. No solo por los viajes, los días de playa o las comidas interminables con amigos, también por ese tiempo lento que nos regala el estío. Un tiempo en el que, de algún modo, nos reencontramos con nosotros mismos, con la familia, con la calma de los días sin prisa. Despedirlo duele, porque en el fondo sabemos que el resto del año vivimos de otra manera, más deprisa y, quizás, menos libre.

El propio Dúo Dinámico, que estos días llora la ausencia de uno de sus integrantes, nos lo cantaba en aquella melodía convertida en himno oficioso del final del verano. Una sintonía que regresa cada final de agosto como una alarma inevitable para recordarnos que la tregua estival se acaba, que el paréntesis de las vacaciones se cierra y que toca volver a medirnos con la rutina.

En este último fin de semana Sevilla ha comenzado a desperezarse. Basta con mirar un poco alrededor para comprobarlo. Tras semanas de calles casi vacías y comercios rendidos al ritmo cansino del calor, la ciudad ha vuelto a recuperar su pulso habitual. Los coches regresan para colapsar las avenidas, los negocios se llenan de gente y algunas calles, que en verano parecían desiertas, vuelven a ser un pequeño laberinto difícil de transitar.

El cambio se percibe en todo. Aunque, eso sí, aquí el verano nunca se marcha de golpe. A pesar de las temperaturas algo más suaves de estos días, Sevilla sigue atrapada en un calor que se resiste a decir adiós. El termómetro seguirá superando la treintena y no hay rutina posible sin un abanico a mano o una botella de agua fresca en la mochila.

Pero septiembre también guarda su encanto. Aunque el calendario diga que el año comienza en enero, lo cierto es que septiembre se siente mucho más como un verdadero inicio. Septiembre huele a proyectos recién estrenados, a libretas aún en blanco, a promesas que nos repetimos, aunque sepamos que no todas llegarán a cumplirse. Y, aun así, hay algo ilusionante en volver a empezar, en sentir la emoción de las cosas que, dentro de la rutina, viviremos como extraordinarias y que acabarán haciendo de este curso algo distinto a todos los demás.

Recuerdo que de niños los veranos parecían eternos. Tres meses que daban para una vida entera de juegos y aventuras. Ahora, en cambio, todo se nos escapa en un suspiro. Apenas pestañeamos y ya estamos guardando la toalla y la sombrilla en el armario. Quizá por eso el final del verano nos pesa más de adultos. No solo despedimos el periodo vacacional, también nos topamos de frente con la certeza de que el tiempo corre cada vez más deprisa.

Y, aun así, septiembre se abre como una puerta. Nos recuerda que la vida, con su rutina y sus sobresaltos, sigue adelante. Que la nostalgia es inevitable, pero también necesaria para dar valor a lo vivido. Y que, en medio del ruido de la ciudad que despierta, siempre cabe la posibilidad de rescatar algo del verano. Esa serenidad que durante semanas nos hace valorar lo que de verdad importa.