Hace unos días cogí un avión de vuelta a España. Ya he contado alguna vez que los aeropuertos me parecen espacios curiosos. Son, para mí, una especie de teatro abierto donde se representan cientos de historias en paralelo.
Mientras espero a que anuncien mi vuelo, me dedico a observar a mi alrededor. A veces levanto la mirada del libro o el periódico con disimulo, como si no quisiera que nadie notara que estoy contemplando las vidas ajenas. Gente que corre apresurada ante el temor de perder su avión. Viajeros con maletas que parecen baúles antiguos, mientras otros, como diría Machado, deambulan por el aeropuerto ligeros de equipaje. También, los niños que con una sonrisa corretean tomándose, quizás su primer vuelo, como un juego, o lo más mayores que arrastran tras sus espaldas decenas de viajes.
Confieso que todo ello me entretiene, imaginar adónde irán, qué dejan atrás o qué historias llevan guardadas en sus mochilas. Contemplando aquellas escenas, me asalta el recuerdo de una lectura de juventud como Los no-lugares de Marc Augé. Fue Jordi Alberich, un profesor de la universidad, quien nos recomendó leer el libro. Quizás por entonces no era consciente aún de la importancia que tendría ese ensayo para mí.
Augé hablaba de esos no-lugares, espacios de tránsito, efímeros y funcionales como aeropuertos, estaciones, centros comerciales o cadenas hoteleras. Lugares anónimos, impersonales y desprovistos de raíces culturales profundas. Espacios en los que el ser humano es un mero pasajero, ya que nadie se queda. Todos están de paso.
Y es que a veces, en esos lugares, uno parece sentirse en un limbo espacial debido a la gran similitud que presentan entre ellos. Tan solo el idioma de los carteles o la megafonía nos trae hasta la realidad espacial.
Pero, cuando pienso los no-lugares, veo un reflejo arquitectónico de la sociedad actual. En ella, surge una figura nueva que podríamos llamar, sin mucha pretensión, el no-sujeto. Un individuo globalizado, homogeneizado y desprovisto de personalidad. Siempre conectado a la red y, sin embargo, cada vez más desconectado de sí mismo.
Es innegable que el ser humano siempre ha tenido una inclinación natural hacia la vida en grupo. Somos seres sociales por naturaleza y esa necesidad de pertenencia ha sido durante siglos una forma de supervivencia. Pero hoy asistimos a algo diferente. No es solo que vivamos en sociedad, sino que empezamos a parecernos todos demasiado. Hablamos de la misma forma, usamos las mismas ropas, comemos los mismos platos, viajamos a los mismos lugares de vacaciones o nos hacemos la misma foto para nuestras redes sociales.
Parece como si la diferencia nos diera miedo. Como si ser distinto al resto hubiese dejado de ser un valor para convertirse en una excentricidad incómoda.
El no-sujeto habita los no-lugares con naturalidad. No se pregunta demasiado. Llega, consume y se marcha. Forma parte de esa multitud silenciosa que parece vivir en permanente tránsito. Y, quizás lo más preocupante, es que vamos encaminados a que se piense como el resto, es decir, al pensamiento único.
Hoy día el pensamiento crítico escasea. Pensar diferente no es solo una tarea difícil, sino que empieza a parecer molesto para la masa social. Pero aún estamos a tiempo. Resistir no significa desconectarse del mundo, ni encerrarse en una torre de marfil. Resistir puede ser un gesto pequeño. Desde leer un libro que no está de moda y nos haga reflexionar, hasta viajar sin publicar fotos, escribir a mano, comprar en una tienda de barrio o conversar sin pantallas de por medio. Fomentar la curiosidad, dar espacio a la duda y aprender a convivir con la diferencia.
En definitiva, reconocer la riqueza de lo que no entra en el estándar. Porque si los no-lugares son inevitables en esta modernidad líquida y acelerada, no debemos permitir que nos conviertan en no-sujetos. Somos más que consumidores, más que algoritmos o usuarios de paso. Defender la singularidad es, en el fondo, una forma de preservar lo humano. Y en estos tiempos del prototipo único, la diferencia es un acto de valentía y rebeldía.