Leer en la playa no es tan idílico como parece. Queda muy bien en las historias de Instagram, perfecto para dar esa imagen de intelectualidad estival, pero la realidad es que es una tarea bastante complicada. Hay una serie de pequeños sabotajes que parecen conspirar contra el deseo de sumergirse en las páginas de un libro a pie de mar.

El viento que insiste en cerrar las hojas en el mejor momento del relato, el vendedor ambulante que irrumpe a voz en grito para ofrecer sus dulces o refrescos rompiendo todo el clímax de la novela, la pelota que aterriza cerca de la sombrilla seguida de un "¡perdón!" apresurado o la salpicadura de agua y arena de una pandilla de niños que corretea sin rumbo fijo.

Visto lo imposible de la misión, cierro el libro y levanto la mirada. Ahí están ellos, los pequeños rebeldes del verano, improvisando partidos de fútbol en la orilla, construyendo castillos o lanzándose arena en una batalla sin cuartel. Son las pandillas de verano, esos grupos de amigos que se forman de manera espontánea en los primeros días de las vacaciones y que, durante unas semanas, se convierten en compañeros inseparables de aventuras.

Me gusta observar cómo se fragua esa amistad veraniega. Niños que, probablemente, en su vida cotidiana jamás se habrían hecho amigos, pero de pronto se vuelven inseparables. No les une el colegio, ni el barrio, ni siquiera las actividades extraescolares. Solo el mar, la arena y el eterno tiempo vacacional son sus nexos de unión. Juntos inventan juegos, se embarcan en pequeñas aventuras, conquistan cada ola como si fuera la primera.

Y aunque cada año prometen seguir en contacto durante el invierno, lo cierto es que, con el paso de los días y las rutinas, esa amistad se diluye hasta quedar en un segundo plano, casi olvidada. Hasta que, doce meses después, se reencuentran en la playa, más altos, con un peinado diferente, quizá con algo más de timidez.

Es en esos momentos de reencuentros estivales, cuando los que ya dejamos atrás la infancia notamos de forma más clara el paso del tiempo. Niños que, verano tras verano, dejan de lado el cubo y la pala para mirar de reojo un móvil. Que cambian las toallas de dibujos animados por otras más discretas. Que sustituyen las partidas de pilla-pilla por largas conversaciones al atardecer. Niños cuyos cuerpos empiezan a dibujar, casi sin darse cuenta, la silueta de los hombres y mujeres en que se convertirán en un futuro no muy lejano. Pequeños gestos que anuncian el tránsito de la niñez a la adolescencia, ese umbral que abre la puerta a nuevas experiencias y emociones, a otras maneras de estar y vivir en el mundo.

Las pandillas, poco a poco, dejan de ser el centro de su verano. Unos se despiden para siempre sin saberlo, otros se transforman en amigos con quienes compartir las primeras salidas nocturnas o las primeras confidencias importantes. Pero en todos los casos, queda la huella de esos años en los que el tiempo parecía elástico y las vacaciones, infinitas.

Tal vez por eso me fascina tanto verles crecer. Porque en ellos se concentra, comprimido en unas pocas semanas, todo un ciclo de vida. Desde la efusividad del encuentro a la tristeza de la despedida. Un aprendizaje acelerado de lo que significa tener amigos, de lo que implica decir adiós, de cómo se construyen y se transforman las relaciones.

Cuando me invade esa nostalgia, vuelvo a abrir mi libro. Y aunque el viento siga en su empeño de cerrar las páginas y la pelota vuelva a salpicarme de arena, siento que ya me he leído, sin querer, la mejor de las historias, la que se escribe sola cada verano en la orilla, entre risas, arena y sol. La que me recuerda a mi pandilla de la playa.