El historiador del arte alemán Aby Warburg construyó un atlas sin mapas geográficos. El suyo era un territorio de imágenes. El Atlas Mnemosyne, elaborado en los años 20 en su estudio de Hamburgo, se ha convertido en una de las obras trascendentales del siglo XX, quizás por la radicalidad de la idea y el sincretismo de su escenografía.
El proyecto consistía en ordenar el flujo de la memoria visual de la cultura occidental por afinidades, recurrencias y tensiones simbólicas, centrando el estudio en el renacimiento florentino. En vez de seguir el tiempo lineal, las casi ochenta tablas que montó, dispuestas como corchos en un aula, organizaban el pasado reuniendo imágenes —esculturas, edificios, acontecimientos— que tuviesen algún gesto, forma o espíritu común. El resultado dibujó una constelación de símbolos, una historia que no avanza, sino gira.
Alguna vez he imaginado cómo sería ordenar los surcos históricos de Sevilla siguiendo esas instrucciones. No debería partirse —al menos así no lo hubiera hecho Warburg— de la fundación romana, ni de la capitalidad almohade, ni del esplendor barroco, ni de las grandes exposiciones del siglo XX, sino de los gestos e imágenes que han sobrevivido al vaivén de culturas, rasgos que se desvelarían si pudiéramos analizar clínicamente su genoma.
Una de las tablas, tal vez la primera, o la última, contendría escenas del Guadalquivir. Aparecerían grabados antiguos y fotos contemporáneas de los puentes construidos, fotomontajes de los que quedan por levantarse, pasando por mapas de rutas comerciales, grabados de barcos entrando en el puerto, algún azulejo de una virgen con vocación marítima y un listado de los cultivos que sus aguas riegan desde Lora hasta el poblado de la Señuela.
El río presentado como una musa florentina, escultora de la tierra, Deméter salida de un frontispicio de Leon Battista Alberti. Junto a todo eso, un Warburg resucitado incluiría las regatas Betis-Sevilla, aquel cuadro anónimo que retrató la inauguración del puente de Isabel II, informes de la represalia franquista librada en sus orillas, el canal de los presos, las arrugas de sus habitantes más viejos fotografiados por Atín Aya, incluso alguna de las escenas de la Isla Mínima de Alberto Rodríguez.
Otra tabla se construiría con las evidencias del tránsito cultural vivido: un capitel reutilizado, un alfiz conservado en la torre de San Marcos, una inscripción en hebreo velada por una reforma. Warburg llamaba a estas persistencias Nachleben, “supervivencias”, aplicando al transcurso de la historia una dosis de cristianismo: quien resiste y sobrevive al dolor, obtiene la redención de la inmortalidad. Quizás así ocurra, porque nadie está más vivo hoy que Warburg.
En esta tabla a modo de altar estaría Edipo —mito que según Antoinette Molinié explica la relación de Sevilla con sus imágenes devocionales—, la evolución de la aspiración de vocales del andaluz, o los quejíos de algunos cantes, emparejados con ondas tribales traídas de un territorio lejano.
Este panel, atestado de chinchetas, también acogería los acordes disonantes del Breakbeat, un sonido urbano que caló en Andalucía con un éxito y profundidad inexplicables incluso para los estudiosos de las ciencias sociales. Al final del corcho resultaría una pareja curiosa: las saetas y los DJ de los 2000 juntos, pegados, fusionados como expresión más esencial del Nachleben.
Una tercera tabla podría articularse en torno a la teatralidad del cuerpo: las esculturas de Martínez Montañés, la Roldana y Mesa, las fotografías de la movida sevillana de los ochenta, las de Brassaï de la Feria. Todas ellas compartirían una puesta en escena del dolor, del goce, de la identidad, unidas por el hilo que conecta el dramatismo del Cristo barroco con una actuación de Circada en la Alameda. Lo que permanece es la intensidad de la presencia, el gesto detenido y elevado.
Justo después, el panel del encierro y el afuera. Sevilla como ciudad amurallada, pero también como ciudad jardín. Aquí convivirían planos de la muralla almohade, las puertas desaparecidas, los parques del XIX, los patios interiores, los bloques cerrados de la periferia. Una tabla sobre los límites, sobre lo que se deja entrar y lo que se protege. Warburg pensaba que toda cultura oscilaba entre el orden y el caos, entre lo apolíneo y lo dionisíaco. En Sevilla, esa tensión es constante en la arquitectura, en la fiesta, en la política.
Y luego, inevitablemente, una tabla sobre la luz. No como fenómeno natural, sino como materia cultural. La luz sevillana ha sido pintada, fotografiada, coreografiada, desde los cielos dorados de Murillo a los contraluces de Cruz y Ortiz en las viviendas de Doña María Coronel. En este Atlas Mnemosyne improbable, la luz sería protagonista estelar, como lo fue la Venus de Boticelli en la versión alemana.
Ordenar la historia de Sevilla así implicaría pensarla antes como un cuerpo que recuerda, olvida y vuelve a recordar, que activa ciertas imágenes mientras otras se apagan. Este Atlas, a todas luces absurdo, sería un ejercicio efectivo para desarmar a quienes miran la ciudad en sentido lineal, quienes elevan tradiciones decimonónicas a sacramentos cuando, en realidad, son vecinas de tabla de manifestaciones contemporáneas, subversivas, irreverentes.
Porque las relaciones del hombre con su memoria no siguen dogmas sino vecindades y afinidades, la mayoría insospechadas, tejidas y destejidas en un universo gobernado por el caos. Con todas las tablas repletas de imágenes, así quedaría Sevilla dibujada: viva, desprejuiciada, fragmentaria; entrópica como los trozos de un plato caído al suelo, como la vida misma en su más plástica fugacidad.