Hay una rama de la ecología que se dedica a escuchar los sonidos. El padre de la ecología acústica, R. Murray Schafer, impulsó esta corriente en los años setenta porque veía que los sonidos estaban en peligro de desaparición, sustituidos por el ruido –el rugido– de la ciudad, una maquinaria que hacía temblar los minúsculos tímpanos humanos hasta arrastrarlos a la incomodidad, el estrés o la locura. No es una disciplina multitudinaria, pero la familia de ecólogos del sonido está llena de personajes interesantes.

En 2005, uno de ellos, Gordon Hempton, se empeñó en localizar el lugar más silencioso de Estados Unidos. No debía ser el espacio con menos decibelios, sino el punto con menos interacción de ruidos antropogénicos. Después de varios meses de estudios con sofisticados instrumentos, dio con un reducto de tres centímetros cuadrados en el Olympic National Park, en la península fronteriza entre Seattle y Canadá. Bautizada como One Square Inch of Silence, intentó constituir una fundación para conservar su quietud. Aunque consiguió desviar alguna ruta de avión, el intenso tránsito comercial de la zona arruinó aquella cámara anecoica al aire libre. Cuenta Pedro Bravo en su magnífico ensayo sobre el silencio (“¡Silencio!”, En debate, 2024), que después del disgusto con los aviones, Hempton decidió seguir con la aventura creando una distinción de silencio para los parques en los que la naturaleza le ganase la partida al ruido humano.

Como toda distinción de nombre grandilocuente, pronto los parques certificados de Estados Unidos empezaron a llenarse de turistas, cerrando el círculo de la triste paradoja de que allá donde vayamos nunca dejará de haber ruido, porque nuestro organismo mismo ya es una pequeña máquina generadora de un hilo constante de fluidos que vienen y van, de una circulación que no cesa y de un sistema digestivo que aparece en momentos inoportunos. El mito de Tántalo, el padre de Penélope, bien serviría para ilustrar este encadenamiento eterno del humano con sus sonidos involuntarios: el gigante, relegado al Inframundo, es penado a vivir en una alberca con uvas que se alejaban cuando intenta morderlas mientras que el agua baja al intentar beberla. Muerto de sed y de hambre, como nosotros muertos de silencio, atiborrados de las ondas de ciudad, del estómago y de los coches: todos nos perseguirán siempre, martilleando nuestros vulnerables tímpanos como las fauces vacías del estómago del gigante rugían pidiendo clemencia.

Cambiando de libro y hojeando otras páginas –también la soledad de una biblioteca doméstica hay ruido– reaparece el silencio amplificado por un millón, convertido en la respuesta más sensata al alboroto, la exageración y los prejuicios. El recientísimo último número de la Revista de Occidente –tan reciente que su presentación será el próximo lunes en la sede del CICUS de la Universidad de Sevilla–, titulado “Nueva Teoría de Andalucía”, trata el asunto de la meridionalidad –si acaso el término existe– de la mano lúcida y clara, entre otros, de Carlos Mármol, José María Rondón o Rocío Plaza. En el primer artículo, firmado por el doctor Mármol, se habla de las luces y sombras del conocido texto de Ortega y Gasset sobre Andalucía, manoseado de dimes y diretes desde hace más de un siglo. La “Teoría de Andalucía” del filósofo, aunque sin mala intención, redunda en ciertos clichés, más por desconocimiento y lejanía que por empeño maníaco, describiendo una suerte de “raza andaluza” anclada a la tierra y su clima, irremediablemente destinada a abanderar la alegría como remedio a la pobreza. El articulista de La Vanguardia y coordinador de Letra Global, el magnífico suplemento asociado a El Español, desmonta con capotazos al más puro estilo de Morante las derivas de Ortega para llegar a una conclusión: la verdadera Andalucía no puede desvelarse a través de la palabra, sino con el silencio. Al ser un espíritu vivo, en un discurrir continuo como el agua de Heráclito, Andalucía no es sino que está siendo: “Quizás callar y escuchar sea la única forma inteligente de que, al margen de teorías, noticias y prácticas, de tanta poesía, exaltación, tópicos y estampas memorables […] algún día pueda emerger la verdad del Mediodía […] que siempre ha sido –y es– una cultura in fieri.”

Hace unos días el Cachorro ocupaba las portadas de los periódicos acompañado de titulares ruidosos, que clamaban a bombo y platillo la inmortalidad de la estampa. Aunque la expiración última de aquel gitano parece hacerse carne en esa querida talla, en realidad no más que madera. Otra paradoja. Aunque parezca gritar, como Andalucía misma, el Cachorro calla.

En estos días se han escrito crónicas a favor y contra de la procesión, calificada en tazas equivalentes como éxito y fracaso. Después de todo ese ruido, la verdadera procesión se vivió en lo que no se dijo, en los silencios que la talla de Ruiz Gijón se encargó de recolectar. Un ¡ay! callado que convirtió la vuelta del cortejo por el Montecelio romano en el centímetro cuadrado más puro de Sevilla, como si Andalucía hubiese quedado fosilizada en un ámbar prehistórico. En el ruido encuentra el silencio esta tierra.