La vida, a veces, resulta tremendamente caprichosa. Hace unos días, cruzando la portada de la Feria para entrar en el Real, entre sevillanas, albero y rebujito, sonó la alerta en el móvil: Habemus Papam. Un grupo de amigos, rodeados del bullicio propio de un jueves de Feria, nos apiñamos frente a una minúscula pantalla para conocer, desde el corazón de Sevilla, al nuevo sucesor de Pedro.
Fue entonces cuando se produjo la carambola. León XIV, el nuevo Papa, había sido elegido en plena euforia feriante, casi como si la divina providencia hubiese querido trazar un puente invisible entre Roma y Sevilla.
No hay forma más sevillana de comenzar un pontificado que ser elegido Papa un jueves de Feria y, días después, participar —aunque solo sea espiritualmente— en una procesión trianera por las calles de Roma. Porque, aunque en esta ocasión León XIV no ha podido asistir en persona por motivos de agenda, sí lo hizo hace más de dos décadas.
Fue en 2002, aún como prior de los Agustinos, cuando vivió su primer encuentro con el Señor de la Expiración, El Cachorro, desde la puerta de Palos de la Catedral de Sevilla. Quienes le acompañaron cuentan que quedó asombrado ante la efigie del Señor y que tomó fotografías con su cámara personal como quien desea que el tiempo no borre una epifanía íntima.
Ayer, Roma fue Sevilla por unas horas. El Cachorro procesionó en la ciudad eterna en el marco del Jubileo de las Cofradías dejándonos imágenes de una potencia visual y simbólica incuestionables. El rostro agónico del Hijo de Dios, nacido de las manos de Ruiz Gijón, cruzando las avenidas de la capital del mundo católico, compitiendo en belleza con el Coliseo o el Arco de Constantino, envuelto en los sones de la música procesional andaluza.
Para muchos cofrades, fue una escena única. Pero no debemos olvidar que ya hubo precedente. En el año 2000, la Virgen del Mayor Dolor de Granada recorrió también Roma, ante la mirada emocionada de Juan Pablo II en la Plaza de San Pedro.
Aquella imagen marcó un antes y un después, y sirvió de preámbulo a lo que hemos vivido ahora, con el Cachorro y la Esperanza de Málaga, como embajadores de una religiosidad que, aunque a veces no se entienda fuera de su contexto, late con fuerza universal.
Porque sí, cuando una imagen como esta sale de su barrio, de su templo o de sus calles, hay un pequeño choque cultural, una sensación de extrañamiento. A los ojos del romano, quizás resulte incomprensible esa teatralidad sagrada, esa intensidad expresiva.
Pero ni el desarraigo ni la distancia restan fuerza devocional. Más bien la refuerzan. Despojada del entorno habitual, el Cachorro revela su poder desnudo, su capacidad de interpelar a quien la mira, aunque no sepa nada de su Triana natal.
León XIV comienza un pontificado tan complejo como apasionante. Le esperan desafíos dentro y fuera de la Iglesia, como las cuestiones geopolíticas internacionales, las diferentes crisis sociales que asolan a la población o una fe que busca reencontrarse con el mundo.
No sería extraño que, en algún momento de desvelo, el pontífice recurra a su álbum personal, aquel que guarda desde 2002, donde probablemente aún conserva las fotos que él mismo tomó al Cachorro bajo la luz tenue de una noche de Viernes Santo.
Porque en medio de la inmensidad de Roma, detrás de los muros de San Pedro, puede que necesite, como entonces, volver a mirar ese rostro moribundo y sereno. Para recordar que, a veces, la fe se resume en una mirada que nos sostiene cuando más lo necesitamos.