Van llenas las aceras de trajes verdes, naranjas, amarillos, celestes, granates, azules y blancos ¡Siempre el blanco! Con volantes que se contornean y se mueven al ritmo de los pasos de esas bellas mujeres que los portan en sus bonitas figuras. Es lento el caminar, pero constante, y se acopla al ritmo que marcan los que van delante. Tacones altos, pendientes de aro, mantoncillos, collares, rosas y claveles… Con los trajeados señores entremezclados entre las damas.
No nos importa que tardemos más o menos en llegar a nuestra caseta, pues ya estamos en la Feria: la portada, majestuosa, ya se ve al fondo, y el sonido que envuelve el Ferial ya no es tan lejano. Cada vez se agolpan más y más feriantes al pasar por las últimas bocacalles de la calle Asunción, cuando todavía quedan unos rayos de luz para que llegue la noche y el cielo aún es azulado. Y en la esquina de Virgen de la Antigua vemos como esperan grupos de jóvenes que han quedado citados pero no se preocupan de mirar el reloj pues hoy la puntualidad es una excepción.
¡Ya la tenemos ahí! Es la portada imponente y luminosa que tenemos ante nuestros ojos: muy ancha, muy alta, de alegres colores llenos de luces, que nos saluda y nos invita a entrar en sus confines. Es una puerta abierta, hospitalaria, amplia, sin portero que nos pare ni nos pregunte ¡Todo el mundo puede pasar!
Este año la portada es muy bonita, pero no nos llama la atención que nos la hayan cambiado, porque para nosotros es siempre la misma. Es la puerta que cada año nos espera en el mismo sitio y que cuando la traspasamos y dejamos a nuestra espalda nos anuncia que ya estamos en su casa, en su vasto y acogedor territorio. Y es muy noble, pues nada nos pide a cambio de traspasarla. Bueno sí, aunque no nos lo diga: debemos ser generosos, estar dispuestos a pasarlo bien y está prohibido poner límites a la felicidad y a la alegría. Y seremos amables con los que nos encontremos y más si no son de Sevilla, porque la Feria es de todos.
Mi esposa me lleva cogido del brazo, vamos pisando el albero de la acera izquierda de la calle Antonio Bienvenida. Y hemos dejado atrás a los grupos de chicos y chicas que se han citado en la portada, unos con más detalle en el vestir que otros, algunos todavía solos y temerosos de que los que esperan no lleguen, y otros formando parte de un grupo que aún ha de completarse. Y hay un ir y venir de transeúntes: unos que van hacia una dirección cierta y otros que se dejan llevar por el gentío porque no van a un destino concreto, puesto que su cita es con la Feria misma y todas las calles las tienen a su disposición.
Las casetas dejan ver su interior y las dos lonas de sus fachadas se encuentran recogidas a modo de cortinas, permitiéndonos que observemos a sus moradores, unos sentados en las sillas de enea y otros de pie departiendo con una copa de vino en sus manos, a la vez que podemos oír muy de cerca los estribillos de sevillanas de letra eterna e inmemorial.
Algunos de los socios están fuera de su caseta marcando su territorio, porque en verdad la caseta se extiende unos metros más a la vera de su entrada. Y esos que están ahí junto a la puerta de la caseta se sienten seguros y resguardados pisando arena en vez de tarima porque tienen tras ellos su casa, o la de los amigos que los han invitado.
Y llega la primera esquina, con la calle Ortega, donde hemos de parar el ritmo porque debemos sortear una avalancha que se dirige en sentido contrario al nuestro. Escuchamos el murmullo, con conversaciones cercanas y charlas que sólo son un clamor que proviene de las casetas entremezclado con la música de sevillanas. Y pasa fugaz el rostro de una joven de melena castaña, casi pelirroja, con un vestido rosáceo y de rostro alegre, cogida de la mano de otras amigas que la llevan a un ritmo acelerado. A la vez que un señor ya entrado en años, con chaqueta oscura y cigarrillo en la boca, trata de abrirse paso cogiendo a su esposa del brazo, ella de verde claro y mirando la calle para encontrar el hueco por el que han de atravesar hacia Joselito el Gallo.
Y por fin pisamos la acera derecha de nuestra calle, la del torero de Camas, la del matador inmortal, el del traje de luces perpetuo. Su placa lo indica al inicio de la calle. Ya es de noche, los farolillos rojos y blancos alojan la luz empapelada, las bombillas sobrevolando la calle, y vemos un claro que aprovechamos para pisar el empedrado y así acelerar nuestra marcha hacia La Flamenca.