Esta mañana me desperté cuando apenas llevaba cuatro horas de sueño porque quería escribir mi artículo de hoy en El ESPAÑOL que debería haber remitido ayer viernes. Fui consciente de mi olvido en el vuelo de vuelta a Sevilla desde Londres. Podría haber escrito mi columna en el avión aunque no lo hubiera enviado hasta mi llegada a medianoche, así que desistí y decidí escribirlo esta mañana temprano.

Y entonces pensé de nuevo en algunos de los temas que había previsto para mi artículo. Descarté escribir sobre la feria y algunas anécdotas en la caseta porque siendo hoy Sábado Santo quizás fuese mejor dejar esas historias para la semana próxima. Después me vi en el Gatwick Express ayer tarde con sus asientos color rojo intenso, aquella rubia que se había sentado justo enfrente de mí pero que accedió a la sugerencia de la revisora y se mudó al siguiente vagón junto a otros pasajeros.

Este viaje me recordó aquel del año dos mil cuando regresaba de Wisconsin y tomé este tren hacia la estación de Victoria para aprovechar así unas horas en Londres hasta mi vuelta de nuevo al aeropuerto.

Otro de los escenarios a los que me llevó mi indecisión fue Larcomar en Lima, en Miraflores junto al Malecón, donde estuve en dos mil doce pero que ahora recuerdo como si fuese hoy tras haber leído algunos artículos sobre Vargas Llosa, que nos ha dejado y que siempre tendremos presente. Pero prefiero escribir sobre mi autor favorito con más tiempo y explicar por qué aquellos desayunos en una de las últimas plantas del JW Marriott contemplando el océano Pacífico desde sus altos ventanales venían hoy a mi memoria al pensar en el genio.

Podría haber escrito sobre The Swan y los cambios que encontré en mi pub favorito en Lancaster Gate en este viaje, aunque casi todo seguía igual excepto la camarera rubia que yo creía que era la hija del dueño y que ahora estaba embarazada. El setentón de la gorra negra y prominente bigote blanco que se apoyaba en la esquina de la barra charlando con el dueño locuazmente mientras sostenía su pinta como si se la fueran a quitar seguía allí, pero yo no pedí una Guinness bien fría, esta vez tomé una Guinness 0.0 sorprendiéndome el parecido con la original hasta el punto de preguntar al camarero un par de veces si realmente no llevaba alcohol. El té seguía siendo delicioso.

Casi estuve a punto de escribir estas líneas sobre las dos camareras ucranianas que nos servían el desayuno cada día en la luminosa sala del Roseate House, veinteañeras que hubieron de buscar refugio retiradas de sus familias en Londres y se arropan entre ellas y su compañero más joven aún, el que llamó a la puerta de nuestra habitación y me ofreció sonriente el bolígrafo y la nota que debía firmar, pues el salmón ahumado que tomó mi mujer esa mañana no estaba incluido. "We suporta Ucrania" fue nuestra frase.

Aquella mujer de unos cuarenta sentada con su hija de once a nuestro lado comenzó a hablar en español con ella en un acento que yo creía argentino y era chileno, a la que quisimos saludar y cruzar unas palabras que se prolongaron hasta bien entrada la mañana en el Hyde Bar mientras desayunábamos y oíamos embelesados cómo nos contaba su primer viaje a Inglaterra por un año y cómo llevaba ya casi veinte. Dulce, cariñosa, enamorada de su hija, habían venido a Londres para asistir a una obra de teatro en Covent Garden y ahora pasearían por Hyde Park aprovechando que había salido el sol.

El matrimonio de Cambridge que acompañaba a su hijo de treinta y cinco celebrando su cumpleaños ese jueves en una mesa alta junto a la nuestra en The Brasserie of Light, en Selfridges, y que al cruzar Mercedes unas palabras con la señora rubia provocó el inicio de una larga conversación sobre España, el trabajo de su hijo como financiero, la vida tranquila en Cambridge, nuestros viajes a la ciudad universitaria y la exhibición de fotos en el móvil de mi esposa en el que aparecían nuestros hijos en nuestras primeras estancias en Londres.

Y también hubiera sido una buena historia hablar sobre Juli y cómo nos reencontramos ayer en el avión de vuelta a Sevilla tras más de seis años desde aquel vuelo a Fuerteventura en el que me asistió tan amablemente. Porque todos estos encuentros nos recuerdan otros que de pronto volvemos a vivir.