Cuando pienso en la Feria por la mañana vislumbro una imagen y la describo sin importar la fecha de la misma. Al descubrirla, el tiempo no existe: podría ser cualquier día y cualquier año. Es una estampa intemporal. Veo un cielo azul: un azul que irradia optimismo y esperanza. Un inmenso cielo, albero, el colorido de las casetas y un tenue murmullo a mi alrededor que más bien parece un susurro.

Veo un camino con un horizonte radiante. Ese día no existen los problemas ni las ocupaciones y da la sensación de que la fiesta siempre continuará: será eterna. Y ello, porque es imposible que tanta alegría y estallido de luz pueda finalizar alguna vez. Porque no es un decorado que se pueda retirar de un día para otro ¡Es la vida! Es un escenario en el que los visitantes se entregan y se sumergen, olvidando todo lo que han dejado atrás.

Uno puede ir andando y pisando el albero, bañándose con los rayos de sol a la una de la tarde, impregnándose de olores e imágenes que lo llevan a otros años: y que pueden ser aquellos en los que uno tenía diez años y paseaba con esos amigos que vivían junto a la Feria, los que iban al pueblo camino de su finca. Y al ver una gigantesca caseta de un club, ésta nos puede recordar aquellas veces que nos apoyábamos en la baranda de una de ellas y no nos hacía falta entrar para disfrutar del ambiente, sus gentes, su música; porque nosotros íbamos después a donde más queríamos, a lo que más nos gustaba, a la Calle del Infierno. Eso sí, parándonos en el camino a comprar una manzana caramelada o un algodón de fresa. Y allí íbamos nosotros hechos unos hombrecitos, libres de problemas y cargados de ilusión por todo.

Esos momentos a la una de la tarde son los que más disfruto. El año pasado estaba tras la barandilla de nuestra caseta junto a mi hermano, ambos protegidos con unas negras gafas de sol, saboreando la primera cerveza fría del día, sin nadie tras nosotros aún, más que el solícito camarero que esperaba cualquier orden para servirnos. En ese soleado día en el que pasan por delante elegantes carruajes con guapísimas señoras y unos muy trajeados señores, escuchando el taconeo de los coches de caballos; sacudiendo el látigo van los cocheros con su sombrero de copa. Al igual que caballistas y atractivas amazonas sostienen el catavino montados sobre los equinos, mirando hacia la caseta a la que les han invitado. No tenemos prisa porque llegue la gente; ya llegarán, que nosotros los esperaremos tomando una copa de vino.

Son días propicios para encontrarnos con personas a la que hace mucho tiempo que no vemos. Así, cuando seguimos apoyados en la baranda presidiendo nuestra caseta, bañados por los rayos de sol de esa primera mañana de Feria, fuimos sorprendidos por el saludo de un rostro conocido que se para ante nosotros con su traje azul marino cruzado y que yo reconozco de inmediato. De manera que, con un efusivo saludo a la misma vez que con una rápida despedida a aquél que hasta ese momento lo acompañaba, se adentró en nuestro territorio un antiguo compañero de colegio, al que con gran alegría saludamos y, por supuesto, ofrecimos una copa. Le dimos asiento y un sitio en la mesa que teníamos reservada para cuando llegaran los demás compañeros del bufete, pensando que compartiría con nosotros esa copa en los pocos minutos que quedaban ya para la hora concertada.

Pero no, nuestro espontaneo invitado se sintió cómodo y quedó satisfecho del marisco que le dimos a probar, y a partir de aquel momento ya no hacía falta que nosotros llamásemos al camarero para que llenara su vaso, sino que él mismo se encargaba. De ese modo y sintiéndose tan a gusto, no le importó a nuestro convidado permanecer en la mesa a la misma vez que iba saludando a los otros comensales que iban llegando. Y como hubo que llenar la mesa de platos variados, pues ya era la hora, el visitante dio buena cuenta de cuanto se le puso por delante a la misma vez que no paraba de hablar y contar sus hazañas, despojaba de su piel con gran avidez a los sabrosos crustáceos. Ya eran más de las cuatro y él siguió pidiendo y pidiendo más bebida, y no se cortaba ayudándonos a tomar lo que nos servían. Y así, hasta las seis de la tarde, cuando ya satisfecho y con una copa en la mano, nos anunció que debía irse pues su mujer lo estaría buscando.

Y es que en la Feria nos encontramos con aquellos que no tienen un rumbo concreto, que van haciendo su feria al azar, según con quien se encuentren o lo que les pase. Y hay muchos a los que les sale bien, pues no necesitan planificar el día para pasárselo en grande. Se adaptan a cada persona, a cada caseta y a cada momento. Por eso hemos de ser generosos con ellos y ser buenos anfitriones, para que no se diga que en Sevilla tienen caseta sólo unos pocos.