Un coche de carreras es más bello que la Victoria de Samotracia. Eso decía uno de los manifiestos futuristas que abrieron las vanguardias, impulsadas por unos avances tecnológicos que hoy nos parecerían herramientas primitivas pero que entonces eran una cantera inagotable de progreso. No se les veía fin. Eran la solución a todo. El entierro definitivo de Dios y el paso a la supermáquina.

A partir de entonces el arte abandonó la búsqueda de lo bello y se embarcó en encontrar y transmitir el concepto. El fin del arte es la belleza, llegó a decir Wittgenstein. Más tarde, durante las grandes guerras rescatar la belleza del arcón no era un acto subversivo ni anacrónico, era traicionar el hecho artístico. Una frivolidad de salón burgués decimonónico inadmisible para unas corrientes que creían que los bombardeos y matanzas no podían serles ajenas. Luego vino el arte performativo, instalaciones audiovisuales y artefactos que inundaron salas y programas museísticos con los mismos aciertos y excesos de los que tuvo el barroco, o el renacimiento tardío, o los que tiene cualquier tendencia que se extiende lo suficiente como para que se le sumen paracaidistas de todo pelaje. 

Cuenta el escritor Juan Bonilla en su última colección de ensayos (Simios apóstoles, Athenaica) que la poesía, expresión hermana de los trazos de pintura y las notas musicales, son importantes porque nos hacen mirar el mundo de un modo distinto, porque vuelven mágica o siniestra la realidad, otorgan grandeza a lo cotidiano (la cola del autobús a las siete de la mañana) y les quitan hierro a asuntos trascendentes (la muerte, el amor, el desamor).

El poeta Agustín Garcia Calvo ayudaba a la tesis de Bonilla cuando decía que la realidad no era lo único que había, y que las cosas hablaban, no dejaban de hablar. Las cosas (una cafetera, un espejo retrovisor, una corbata) eran puro lenguaje, y la poesía permitía darles otro significado, como si estuvieran codificados en un lenguaje distinto. Al ver una partitura musical los que no sabemos leerla sólo vemos pequeños dibujos y manchas de tinta esparcidas en rayas horizontales. Garcia Calvo plantea que la cafetera, el espejo retrovisor y la corbata esconden otra cosa, un texto distinto. Basta con aplicar la poesía, y afinar la mirada. 

El cartel de Luis Gordillo para la Hermandad de la Macarena invita a echar la vista atrás y entender qué se esconde tras los trazos rojos y verdes del pintor. Quizás la clave de la obra esté en que no busca ser una pieza bella, como no lo buscaba ningún vanguardista de primeros de siglo, sino el reflejo de un recuerdo, de la primera imagen que le visita cuando piensa en la virgen. Su valor está en que no ha sido preconcebida, es el resultado de un proceso, como si el trazo hubiera sido guiado por sí solo –Gordillo decía que había sido Dios–, porque al empezar a dibujar no sabe cómo va a acabar el viaje. El final de trayecto le ha llevado a dibujar un rayo, un trueno, un momento. Algo parecido al calambre que se siente al ver la recogida del palio de vuelta al barrio.

En realidad Gordillo lo que está haciendo es separar la esencia, lo que no se ve, de la imagen: emulando a García Calvo, ver en la cara de la Macarena una línea roja vibrante. Porque para imagen bella ya está la virgen, y para poesía (una poesía sin rimas) está el cartel de Gordillo, un lienzo en el que se ve lo insospechado, lo imprevisible, la sorpresa de una mirada cruzada con la Virgen, de un clarín agudo en mitad de una marcha, de una saeta improvisada a pie de calle.

Lejos de parecidos evidentes, la obra recuerda al cartel de Daniel Franca en la que dibujaba la levantá de la Estrella. También representaba un instante, un momento, una vibración, como lo hacían esas siluetas de nazarenos que parecían moverse en la pintura de Rolando Campos. Entre la poesía, la cartelería (que no pintura) y la imaginería está la fotografía: Henri Cartier-Bresson, uno de los autores más reconocidos del siglo XX, hablaba de la importancia del momento decisivo en sus fotos, que consistía en captar justo ese momento inesperado en el que sucede algo determinante, algo sorprendente. Justo lo que hace Gordillo. Captar un instante y dejar con el paso cambiado a una prosaica Sevilla.