Hace poco he descubierto un principio jurídico que desconocía: la conservación del acto. Significa que por mucha resolución en firme, dictámenes o sentencias, los actos que sucedieron en un determinado momento permanecen con el peso de varias toneladas de plomo. En un momento de revisiones históricas y reescrituras –sin ir más lejos la editorial Penguin Random House ha toqueteado hace poco los textos Roald Dahl–, reconforta que un reducto del entramado burocrático reserve una idea tan básica como poética: lo que pasó, pasó.

Cuando veo apoyadas sobre mi escritorio las estampas no repartidas de la última Semana Santa juego a saltarme el principio de conservación del acto. Imagino que lució el sol y que la foto de la Virgen de la Victoria acabó en manos de algún niño que esperó con paciencia y hambre de merienda el paso de las Cigarreras en alguna esquina del Arenal. Está bien que la justicia vele por el cumplimiento de la conservación de las cosas, pero es todavía más emocionante saltárselo. Si hay que elegir, me quedo con el principio de conservación de la poesía. La vida tiene estas cosas, uno sueña en un Jueves Santo radiante o una política digna y llega un principio jurídico para arruinarlo todo.

La velocidad de los tuits y el principio de conservación del acto –tan poco poético– hacen una pareja explosiva. La semana pasada la Asociación de Defensa del Patrimonio de Andalucía (ADEPA) criticaba la celebración del Festival Interestelar en los jardines del Monasterio de Santa María de las Cuevas. Justo veinticuatro horas antes se había celebrado en el patio de la Montería del Alcázar la cena de los premios Fernando Lara de novela, de la editorial Planeta; el mismo espacio que había acogido la semana anterior los premios “Puerta del Príncipe” del Corte Inglés a las mejores faenas taurinas de la Feria. A pesar de la coincidencia, no se publicaron tuits sobre la colocación de dos escenarios, cuarenta mesas de boda y un catering con entrantes, cena de dos platos y postre en uno de los espacios más sensibles de un inmueble declarado Patrimonio Mundial. La crítica selectiva es lícita, pero descorre las vergüenzas con una claridad sonrojante –y que se lo digan al ministro Óscar Puente–. El resto de la ciudad, con el eco lejano de Fuel Fandango, Amaral o Arde Bogotá, se felicita por contar con eventos asentados, de cierta calidad musical y perfectamente compatibles con la apretada agenda primaveral.

La corriente azotadora que critica con la misma ligereza el discurrir de San Gonzalo y la organización de eventos con los que no comulga –a saber si por edad o gusto musical–, recuerda al personaje del Gran Inquisidor que Dostoievski describe en “Los hermanos Karamazov”. El relato cuenta el regreso de Cristo a la Tierra, y –¿dónde si no?– reaparece junto a la puerta de los Palos de nuestra catedral. Una Sevilla con olor a jazmín –se le perdona el patinazo con el azahar– en la que el cardenal, ese Gran Inquisidor, juzga al mismísimo Jesús por volver sin avisar y remover el avispero de la opulenta Iglesia católica. No paro de ver últimamente candidatos a cardenal versión dostoievskiana, que no dudarían en condenar al primero que pasase por delante. Vestir de uniforme a quiénes muestran una alergia patológica a la imparcialidad y otorgarles autoridad puede volverse fácilmente en contra. El que avisa no es traidor.

Siguiendo con los avisos, lo que ya parece incontrolable es la vuelta de los discursos que trajeron la ruina, la muerte y el odio a Europa. Milei, Abascal y demás camaradas siembran las tempestades del futuro llenando auditorios, y ningún artilugio poético o reescritura histórica podrá borrar la ignominia de quienes lideran esta revolución ni de los que callan cómplices.

Hace unos años me topé con un libro revelador, de esos que te dejan unos días noqueado, despistado, en otro tiempo y otro espacio. Cuando lo veo apoyado juntos a las estampas del Jueves Santo nonato y pienso en su vigencia vuelvo a despistarme, perdiéndome entre la preocupación y la indignación. “LTI, La lengua del Tercer Reich”, publicado en 1947, es el resultado del minucioso trabajo del filólogo Victor Klemperer, uno de los millones de judíos despojados de su condición humana en la Alemania nazi. Publicado en español por la editorial Minúscula, desgrana la naturalidad con la que las palabras elegidas por los líderes del Reich se volvían cada vez más agrias y pobres. Discursos repletos de eufemismos, de términos militares y de deshumanización: “liquidar” sustituyó a “eliminar”, “expedición de castigo” relevó a “dar una paliza” y con “arianizar” se sintetizó el acabar con todo aquello que no encajase en los estándares raciales. El riquísimo léxico germano adelgazó hasta quedarse en “brutal”, “dar la batalla", "reasentamiento”, “eutanasia” y la terrible “solución final”.

Las palabras importan y son tan útiles para hacernos soñar como peligrosas para desencadenar el horror. “Ilegítimo”, “ruin”, “felón”, “perro” o el famoso “me gusta la fruta” replican la estrategia de eufemismos –cuando no insultos– que buscan desacreditar los poderes legítimos, convertir al oponente en una “cosa” y elevar la situación a un conflicto sacrosanto cultural. El tono altisonante de Javier Milei, con los ojos revueltos y el pelo desairado, hace que un frío helador recorra la espalda de esa España moderada que anda de puntillas en medio del bombardeo de ladridos. Podría ser una gracieta sin mayores repercusiones, pero el aviso de Klemperer, ochenta años después, suena a premonitorio. Ya no se necesita una cervecería muniquesa para saltar al estrellato, basta con un perfil en una red social y conexión a internet.

Quizás cuando nos demos cuenta será demasiado tarde y el Gran Inquisidor ya estará aquí, con el léxico encanijado y la hoguera encendida.