Com’era y dov’era. La expresión no es una filigrana pedante sino una corriente patrimonial que se considera ya superada, desfasada. La práctica consiste en que cuando un edificio colapsa, se reconstruye exactamente igual a cómo era y dónde estaba. Se acuñó por primera vez con la caída fortuita del campanile de Venecia en 1902. A los pocos meses se convocó un concurso, con propuestas interesantísimas como la de Otto Wagner, en el que impuso el lema "cómo era” y “dónde estaba” apoyado por la prensa local. Diez años más tarde, en 1912, nadie era capaz de encontrar diferencias entre el antiguo y el nuevo campanario. Hacer eso hoy sería un disparate que contradiría todos los principios de progreso, innovación y honestidad. Cada tiempo tiene sus propios materiales, avances ganados y una tecnología a su servicio; llevar la contraria a la lógica de nuestra época no es más que negar el tiempo que vivimos, sumirnos en una nostalgia impotente.

Esta semana ha venido cargada de hipérboles militantes del com’era y dov’era: “parece una nave del Polígono Calonge”, “eso va a ser un vivero en verano”, “parece el almacén de un gimnasio”, “es como una piscina municipal cutre”. Las cubiertas del futuro centro cultural de las Atarazanas han sido el foco de la jauría opinatoria, aunque no son ninguna rareza en la tradición europea. Introducir nuevos usos y materiales en edificios históricos ha permitido que parte de nuestro patrimonio haya sobrevivido a la taladradora inmobiliaria. 

Tampoco parece una nave del Polígono Calonge, ni compositiva ni materialmente. El proyecto ha salido de las manos de uno de nuestros mejores arquitectos vivos, y ha tenido que ser modificado hasta la extenuación –jueces mediante– gracias a la miopía de asociaciones que se autoproclaman como “patrimonialistas”. Hacer esas comparaciones con un plato de papas aliñás del Casablanca por delante está muy bien, con el codo apoyado y el tono ligero, pero se corre el riesgo de imitar el famoso “eso lo hace mi niño” al contemplar un Picasso.

Rehabilitar un edificio es un proceso lento y complejo, poco agradecido. Las fotos publicadas hace unos días corresponden a un momento incierto de las obras. No sabemos exactamente en qué punto se encuentran ni el aspecto final del espacio, pero la inmediatez de escribir y publicar un tuit ha hecho que la necesaria y sana crítica razonada se pierda en un mar de ocurrencias. Apenas dos segundos invertidos en desmontar la trayectoria de un profesional que ha trasladado su casa y su estudio a 5 metros de las Atarazanas para estudiar, entender y vivir el edificio desde cerca, como si se tratase de un ser querido en apuros al que mimar y cuidar.

Se nos escapa la oportunidad de abrir algunos debates como la apertura de los arcos hacia la calle Dos de Mayo –¿nadie ha advertido que la plaza pública proyectada originalmente ha desaparecido durante las obras?– o sobre el contenido museográfico que albergará el espacio. Leyendo las críticas y crónicas pareciese que algunos desearían demoler el Teatro de la Maestranza, explanar y rellenar el antiguo Arenal y poner en marcha los antiguos astilleros. Sin duda se recuperaría la experiencia total: Isla Mágica versión Atarazanas.

El vértigo de estos días hace que las dinámicas culturales de EEUU, China o Argentina lleguen a nuestro tuétano –al tuétano sevillano– a una velocidad pasmosa. Wokes, fakes news y coronavirus conviven con polémicas sobre salidas extraordinarias, la media hora extra que echó La Cena de vuelta o la cascada de carteles primaverales. La capacidad de Sevilla de construirse su propia placenta, ajena a lo que ocurre fuera, es inigualable. Pero se nos queda un regustillo amargo, una sensación de que hemos sucumbido definitivamente al gatillo fácil, a la metralleta de opiniones que no requieren un mínimo de cautela, reflexión y sosiego. Al puro estilo de la posverdad. Da igual que el arquitecto explique el proyecto, que todas las administraciones lo hayan acordado y revisado, que haya superado varios procesos judiciales o que venga respaldada por años de excelencia profesional. Da igual. La sentencia está dictada por una foto parcial de una obra inacabada.

"¡Qué viva la Sevilla del 40!”, decía el Pali. Algo así como qué vivan las bóvedas de cañón y las cubiertas de teja. Qué viva la arquitectura medieval, por supuesto. Pero en su contexto. Quien quiera que se quede a vivir en la Sevilla de 1940 que yo me quedo en del 2024.