Cercedilla

Blanca Fernández Ochoa ganó todo lo que estuvo a su alcance hasta que un día ya no. Y la derrota se fue alargando en el tiempo, meciéndola entre sus brazos, haciéndola irreconocible ante sí misma… apagando la luz del ídolo que fue. Hasta que le pudo y ella, que luchó todo lo que se podía luchar para sacar la cabeza en lo suyo -el esquí-, simplemente dejó de pelearle a la vida. Y desapareció un 24 de agosto. Y se la buscó, mucho pero mal, durante cuatro días. Esa búsqueda se pudo evitar pero, aún así, aunque se hubiera escuchado a ese hombre, se habría llegado igual de tarde. Porque, eso, algunos se pispan antes, otros después, pero nadie le gana a la vida. Ella se dio cuenta demasiado pronto, gastaba 56 años.

Recapitulemos.

En estos días que corren se cumple un año desde que Blanca Fernández Ochoa, la mejor esquiadora de la historia de España cuyo eslalon se llevó el bronce en los Juegos de 1992, decidió poner fin a su vida. Todo arrancó el 24 de agosto de 2019, tras una serie de malos azares, cuando su familia fue a avisarla por si quería ver el partido de su Real Madrid contra el Valladolid y notaron que no estaba. Lo que vino después fue el dispositivo de búsqueda más grande de la Comunidad de Madrid, en el que participaron a razón de 400 personas por jornada batiendo los montes de Cercedilla. La encontraron un 4 de septiembre y, hasta el final, no se descartó que hubiera podido actuar otra persona. Las sospechas recayeron sobre el último que la vio.

Así fue la última ruta de Blanca Fernández Ochoa Jorge Barreno

Ahora que llega el aniversario, EL ESPAÑOL recorre todos los caminos que llevan a la deportista olímpica. Por un lado, reconstruyendo la errática ruta que siguió hasta el pino de San Roque donde apareció su cuerpo y que despistó a todo aquel que la buscaba. Y también hablando con Alfredo Hernández, el último en verla. En su casa, Alfredo muestra los mapas que le dibujó a las autoridades. El cuerpo de Blanca apareció entre dos de las flechas que marcó. Pero nadie le creyó. Es más, cuando las sospechas de la Policía se dirigieron hacia él, hasta comprobaron su coartada.

“Yo… es que mi currículum no es muy limpio”, explica Hernández mientras se baja la mascarilla para apurar el cigarro. “Cuando me separé me dio por beber y con las borracheras… ya se sabe: peleas, broncas, alguna cosa de sangre, y he estado varias veces en la cárcel. La gente aquí no me traga. Por eso nunca encuentro trabajo en Cercedilla”. Y por eso la Policía llamó para corroborar que, tras verla, había estado fuera de Madrid y que no era responsable más que de intentar ayudar.

-¿Y qué siente ahora, un año después?

-No sé. Más bien es rabia. El dinero y el movimiento tan grande que se ha hecho para buscar a una persona… cuando yo dije desde el principio, ‘mirad por ahí’.

Blanca Fernández Ochoa cuando ganó el bronce en 1992.

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El camino que conduce hacia el aparcamiento de Las Dehesas, donde apareció su Mercedes Clase A negro el 1 de agosto y que indicó el punto de partida, ya poco tiene que ver con la extraña estampa que representaba antes. Ya no hay agentes de la Guardia Civil identificando los coches que se quieren echar carretera arriba, mirando si pueden pasar o tienen que dar media vuelta.

El parking no tiene los enormes camiones de la Comunidad que formaban el centro operativo y Casa Cirilo, el restaurante, no guarda a los periodistas que ponen la oreja a la mesa de al lado, donde los guardias civiles toman el café, mientras mandan crónicas imposibles relatando que nada nuevo ha pasado, que un día más sin resultados. Ahora la terraza está habitada por senderistas y el merendero no alberga ruedas de prensa de delegados del Gobierno, sino a familias que parten la tortilla con una navaja y rezan, a lo Serrat, “niño, deja de jugar con la pelota”.

Los Siete Picos, la zona favorita de Blanca Fernández Ochoa. Jorge Barreno

Aquí empezó todo. La aparición del coche, por su localización, hacía intuir que Blanca se había dirigido por alguno de los caminos que llevaban al norte. Esta teoría fue confirmada por su familia, que subrayaba que la deportista amaba la zona de los Siete Picos. La hipótesis que se barajaba entonces era que había ido sola y que podía haber sufrido un accidente. La imagen era aterradora: Blanca, herida y solitaria, en algún lugar de esa montaña compleja. Pero nada fue así.

El cadáver de Blanca apareció finalmente, el 4 de septiembre, en las faldas de La Peñota, justo en la dirección contraria. La forma de llegar ahí es siguiendo caminos que no existen, contradictorios, como si ella se hubiera echado al monte sin tener claro hacia dónde iba. Para reproducir la ruta más fiel, ya que es imposible seguir sus pasos exactos, nos acompaña el guía Luis Sancho, de El Prado de Luis adscrito a la Central de Reservas Sierra del Guadarrama. Sin un experto es imposible no perderse.

Primeras batidas infructuosas

Y empieza la travesía de cinco horas. Partiendo del aparcamiento de Las Dehesas, hay que olvidarse de las sendas para domingueros y dirigirse hacia el oeste, montaña arriba, sorteando vallas que evitan turistas y ganado, colocadas ahí desde que el entorno se declaró Parque Nacional. El camino, de momento, es dócil; algunas piedras mal puestas que dividen la vegetación en dos marcan la senda.

Se pasa por un albergue privado que ahora sería ilegal por su espectacular localización y se sigue, en un leve viraje hacia el sur, cruzando arroyos de suntuoso nombre pero nimio caudal: el de Balsanejo y el del Infierno. Así, en ese rumbo, hasta que se deja a la izquierda del Hospital de La Fuenfría, un emplazamiento que desde abajo parece desafiar la lógica pero que ahora queda diminuto y descontextualizado, hasta que se empalma con la cuesta que lleva a la vereda de La Piñuela.

Así es el monte por el que se adentró Blanca Fernández Ochoa. Jorge Barreno

“Apunta el nombre de la vereda ahora, que luego se las trae, he reservado lo más difícil para el principio”, explica Luis, que hace 10 años perdió su trabajo de albañil y en un curso de Desarrollo Local impulsado por el Ayuntamiento de Los Molinos le dijeron que tenía que reinventarse. Y lo hizo hasta que ahora la Covid-19 vuelve a hacer peligrar todo. “Cuando salíamos aquellos días, en rutas normales, estábamos todos un poco mosca a ver si encontrábamos a Blanca. No habría sido agradable, pero habría acabado la búsqueda”, explica. “Sin embargo, huyó hacia sitios en los que había poca gente, quería que no la encontraran”, añade.

Aún así, a pesar de los esfuerzos de Blanca, la habrían encontrado si hubieran hecho caso a Alfredo Hernández, que avisó de la dirección que podía haber tomado el mismo día 1 de septiembre en el que se encontró el coche. Pero cada cosa a su tiempo.

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Las primeras batidas para encontrar a la deportista, la jornada que se localizó el vehículo, contaban con poco más que algunos voluntarios y autoridades locales. Fue al día siguiente, el lunes 2 de septiembre, cuando la cosa ya se profesionalizó al máximo, desatando el mayor dispositivo que había visto la Comunidad. 300 agentes de la Guardia Civil, Policía Nacional, Protección Civil, Emergencias de Madrid; 11 perros y 100 voluntarios se volcaron en escudriñar 12 rutas por el Valle de La Fuenfría, cubriendo un espacio geográfico de 3.500 hectáreas.

No sirvieron para nada. No buscaban en el lugar adecuado.

Blanca había dejado detrás de sí un rastro raro. En el coche, analizado por la Policía Científica, no se encontraron más que 15 euros y una mochila en la que estaban su documentación y unas chancletas. Se había dejado el móvil en casa, al igual que la tarjeta de crédito, y en su ordenador aparecían búsquedas de casas rurales en Soria y Asturias. Ante lo extraño de la situación, la respuesta de la familia era siempre que “Blanca es así”, que siempre hacía eso de echarse al monte sin nada, aunque la Policía ya barajaba que algún villano pudiera haberle hecho algo. No vieron que la deportista se había llevado toda, de golpe, la medicación que tenía para tratar su trastorno bipolar, diagnosticado desde pequeña.

Esa primera jornada, que empezaba y acababa, como las demás, con su hermana Lola partiendo la primera y regresando la última, tuvo un halo de esperanza. Fue cuando se encontró una tienda de campaña y unos guantes. “Han encontrado algo”, se repetía ante el murmullo de las autoridades que vaticinaba el fin. Pero, de nuevo, nada. Eran de otra persona.

Lola, hermana de Blanca Fernández Ochoa, junto a Adrián, cuñado de la deportista, los días de búsqueda. EFE

Las primeras batidas cubrieron el terreno que ahora, al inicio de la ruta, recorre este diario. Pero el camino sigue, montaña arriba, y se adentra en terrenos más complicados, por los que nadie buscó, porque no se daban cuenta de que estaban mirando en la dirección equivocada, que Blanca estaba justo a sus espaldas.

Donde apareció el cuerpo

Ya dejada atrás la vereda de La Piñuela, virando de nuevo hacia lo que parece el oeste, la ruta empieza a intimidar. La dirección es la Calle Alta y, antes, una cuesta de piedras escoltada por pinos viejos, con las grietas que deja en su tronco la edad que cuenta años a centenares, se asoma como diciendo “no me subas”. Antes de la cuesta, se está a 1.300 metros de altura, después se estará a 1.700. Apenas llevamos la primera, si eso, de las cinco horas que durará todo el trayecto.

Mientras se escala en una verticalidad castigadora, cuando no se mira al suelo para sortear las piedras a las que regalarle la fractura de tobillo y se puede parar y observar, las vistas parecen reservadas para aquellos que se las quieran ganar. Desde ahí se ve la Bola del Mundo, ese complejo de antenas que salía en el centro de la península cuando la única TVE iniciaba sus retransmisiones. Desde ahí se ven también los Siete Picos.

Cuentan algunos habitantes de Cercedilla, rodeando de leyenda también este suceso de Blanca Fernández Ochoa, que, efectivamente, su lugar favorito eran los Siete Picos y que si se decantó por las faldas de La Piñuela es porque en realidad desde ahí, justo enfrente, es desde donde mejor se ven. Y las vistas muestran unos picos hermosos pero peligrosos, tiernos y bucólicos, dibujando acantilados a los que mejor no asomarse. Ahora se entiende que, mientras la buscaban, las autoridades usaron drones. Pasear por ahí podría no salir gratis.

Así fue la última ruta de Blanca Fernández Ochoa. Jorge Barreno

Por el camino los pinos cada vez son más viejos, de tronco gordo y más grietas, hasta que empiezan a escasear, asoman la roca granítica y los helechos y demás plantas que tapizan el suelo. Y, un par de horas después, se acaba llegando a la Calle Alta. Su planicie hace que parezca un oasis, ya pasado lo anterior, pero ahora el problema son los 30 grados centígrados de agosto y el sol machaca, mientras que las sombras están copadas por vacas poco dispuestas a compartirlas. Por ahí es la mejor forma para acabar el Collado del Rey, pero el camino se remonta kilómetros atrás, en línea más o menos recta, y nada que ver con la empecinada ruta que parte del aparcamiento. Sin embargo, se acerca el fin del trayecto.

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El cuerpo sin vida de Blanca Fernández Ochoa apareció un miércoles 4 de septiembre poco antes del mediodía, después de que se la encontrara un guardia civil, fuera de servicio, el sargento Francisco Borreguero, que andaba por la zona con su perra Xena, como la princesa guerrera.

Lo primero fue la rumorología, los voluntarios volviendo al campamento base antes de tiempo, las autoridades agitadas sin querer decir nada al respecto, esa enorme sensación de que pasaba algo, las llamadas a los periódicos para avisar de que podía terminar ahí, que fueran preparando los artículos, los obituarios, a la espera de la llamada que indicaría que había que pulsar el botón de Publicar. Luego, llegó un furgón forense. Ya estaba. Y así fue.

La autopsia que se practicó a la deportista reveló que en su estómago había una cuantiosa cantidad de pastillas, suficientes para provocarle la muerte, y no se encontró ningún otro síntoma de que hubiera sufrido violencia.

Lugar aproximado en el que apareció el cuerpo. Jorge Barreno

La idea de que había ido allí por voluntad propia cobraba fuerza en los últimos días, a raíz de analizar lo dura que había sido su vida en los últimos años. Luego se supo que pasaba por una mala racha económica tras su divorcio, que se había tenido que mudar con su hermana y que la única propiedad que tenía era el 6% de una finca que heredó. Ella, que lo había sido todo, estaba tocando fondo.

Sin embargo, nadie se atrevía a decir demasiado alto la teoría del suicidio, por si las moscas, porque la cara de su hermana Lola cada mañana que se echaba al monte daba fuerza ahí donde no la hubiera.

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Collado del Rey es una especie de terraza en la falda de La Piñuela. No se ve el pico, pero sí todo lo demás y un padre comparte un rato enternecedor con su hijo mientras señala con el dedo y el chaval se pierde en el horizonte. Está alejado de la gente pero, como se ve, podría haber alguien. Y Blanca siguió unos metros más, sólo unos pocos, suficientes para perderse, pero también para que la perra Xena la pudiera oler desde ahí.

Blanca bajó por la ladera sur que parte del collado hacia un lugar de espigas de más de un metro de altura, alojadas entre rocas. Ya no hay camino y unos metros más adelante es imposible ver lo que hay unos metros más atrás. Ahí se encuentra el famoso pino de San Roque, para los habitantes de Los Molinos, o pino solitario, para los de Cercedilla. El nombre da fruto a un debate en el que es imposible entrar sin salir escaldado. De entre 300 y 400 años de edad, el pino se quedó solo y monumental en la ladera a raíz de un incendio. Cuentan las lenguas locales que fue tras la Guerra Civil, no se sabe si para quemar los cadáveres o para quemar a los maquis que se escondían en la montaña.

El pino de San Roque o pino solitario. Jorge Barreno

Entre las raíces del pino hay una urna con cenizas, como un monumento al soldado anónimo, y cerca de ahí, bajo alguna de las rocas que escoltan el árbol, apareció el cuerpo de Blanca Fernández Ochoa el 4 de septiembre. Coincide con las flechas que dibujó Alfredo Hernández, cuando llamó a las autoridades el 1 de septiembre, cuando nadie le hizo caso.

El ‘sospechoso’ Alfredo

Ha pasado un año de aquello y Alfredo recibe a EL ESPAÑOL en su casa de Cercedilla. El día es soleado, conduce a los periodistas a un extremo del jardín donde hay una mecedora. Al fondo sus nietos corretean por las escaleras. “¿Queréis que traiga el mapa?”, pregunta y, tras la respuesta evidentemente afirmativa, aparece al rato con el mapa, los periódicos en los que salió, una lata de cerveza y un cigarrillo. “¿Os importa?”, dice levantando el cigarro. Por supuesto que no.

Alfredo se encontró a Blanca Fernández Ochoa el día 23 de agosto, uno antes de que la deportista desapareciera definitivamente. Él es el último que la vio con vida y se ha dicho, aunque mal, que la vio besando la estatua de su hermano, Paco Fernández Ochoa, en el centro del pueblo. Esto aparece hasta en la Wikipedia de Blanca pero no es verdad, la vio besar el monolito que su hermano tiene en una avenida de su mismo nombre y que se erigió cuando ganó el oro en los Juegos Olímpicos de Sapporo en 1972.

La misma noche que la vio Alfredo se fue de viaje y, cuando el 1 de septiembre avisó de que había estado con ella se convirtió automáticamente en un sospechoso. Pero sobre eso volverá más tarde.

Alfredo Hernández, la última persona que vio a Blanca. Jorge Barreno

“Yo estaba caminando y veía a una persona al lado del monolito. Hizo una oración o alguna historia e hizo así…”, comenta, e imita con la mano una persignación y besa sus dedos para luego apoyarlos en el monolito que recrea con la imaginación. “Cuando llegué a su par dije ‘Hola Blanca’. ‘Ah, ¿me conoces?’, me respondió. ‘Sí, soy autóctono’, le dije. Y eso debió hacerle gracia. Me dijo que iba a dar una vuelta por La Peñota, donde apareció, y me preguntó que si era por ahí”, explica.

Esa misma noche, Alfredo se fue de viaje al norte, por la frontera entre Galicia y Asturias y no prestó mayor atención al incidente hasta que el 1 de septiembre, domingo, se hizo público que la deportista había desaparecido. “Cuando lo vi en las noticias, llamé a la Guardia Civil pero estaban cerrados. Luego llamé a la Municipal. Sabía quién era yo y me dijeron que tomaban nota. No volvieron a preguntarme hasta el día 4 de septiembre, cuando me hicieron testificar”, cuenta.

“Ese día 4 vinieron los municipales a mi casa por la mañana y me preguntaron por cuando me la encontré. Me dijeron que salían del servicio y que iban a dar una vuelta por la zona. Les dije que les acompañaría pero no me llamaron de vuelta”, explica. Horas después, aunque no sabe si son los mismos, un agente fuera de servicio la encontró.

“Más tarde vino la Policía Nacional, en un coche camuflado, y me preguntaron que si les podía acompañar”, sigue. Alfredo no lo sabía pero se había convertido en sospechoso. “Me preguntaron qué hice los días después de encontrarme con ella, que dónde había estado. Les expliqué que había ido al norte, a una la cárcel, a visitar a un consuegro. Llamaron a la prisión para corroborar que así fue y llamaron también al lugar en el que nos hospedamos”, cuenta.

Alfredo muestra el lugar en el que apareció Blanca. Jorge Barreno

Y es que en el pueblo Alfredo no tiene buena imagen. Tras una separación hace diez años, se dio a la bebida y tiene en su haber un delito de sangre, aunque no quiere explicar exactamente cuál porque no se siente orgulloso. A pesar de que esa misma tarde se encontró a Blanca, que acertara en el lugar y su pasado oscuro le convirtieron en sospechoso durante unas horas, antes de que la autopsia demostrara lo contrario.

Si tan sólo le hubieran escuchado, el día 1 de septiembre que llamó, el operativo más grande de la historia de la Comunidad de Madrid se habría podido ahorrar. Pero no fue el caso, no se fiaban de él.

Y resuenan, de nuevo, sus palabras. “No sé. Más bien es rabia. El dinero y el movimiento tan grande que se ha hecho para buscar a una persona… cuando yo dije desde el principio, ‘mirad por ahí’”.

Blanca Fernández Ochoa.

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