En diciembre no solo se dispara el consumo, también se nos disparan las agendas. Y la tarjeta de crédito puede aguantar, pero nuestro cuerpo termina pagándolo en cómodos plazos.

Llega diciembre y empieza eso que a mí me gusta llamar ‘Los cargos de diciembre’. No hablo de suscripciones a plataformas, ni de los regalos navideños, sino de esas pequeñas cuotas sociales que uno va aceptando sin pensar:

“Un café rápido antes de las vacaciones”,

“Una cena fácil, somos cuatro”,

“Una videollamada de diez minutos para cerrar el año”,

“Nos tomamos una caña y te cuento”.

Son solo diez minutos.

Son solo cuatro whatsapps.

Es solo un rato.

Hasta que te das cuenta de que diciembre es como tener 31 pestañas abiertas en el navegador y ninguna reproduce el villancico que tú quieres.

Porque los cargos de diciembre no se cobran en euros, se cobran en tiempo: cuadrar agendas, responder a encuestas de WhatsApp en las que se solapan las fechas, decidir si vas, si no vas, si “ya veré”, si lo dejas en leído y te haces la loca hasta enero.

La frase “tenemos que vernos antes de que se acabe el año” debería declararse Patrimonio Cultural de la Presión Social. Porque aunque nada de esto sea obligatorio, lo sentimos como si lo fuera. Ahí está la trampa.

Diciembre viene con un cupón de “últimas oportunidades”: última cena del año con este grupo, último café con ese amigo, última quedada del gimnasio, último afterwork de la empresa, último aperitivo antes del caos navideño de verdad. Cada “me apunto” parece poca cosa, pero si los juntamos todos, se acumulan como los 0,99 € de esa app para aprender idiomas que te descargaste en 2017. Y que no has vuelto a abrir.

Dentro de los cargos de diciembre están incluidos los grupos de WhatsApp: para la cena del colegio, para el amigo invisible, para la cena del trabajo, para el regalo a la profe, para hacer el Bizum, para hacer el Bizum del Bizum. Y eso que tú ya ibas justa para contestar al ‘Buenos días’ del grupo familiar.

Lo curioso es que muchos de estos cargos ni siquiera tienen que ver con la Navidad en sí, sino con la idea de cerrar el año. Como si el 31 de diciembre fuese a haber un notario tomando acta de cuánta vida social has tenido. “Veo que solo ha ido a dos cenas de Navidad. Muy justito, ¿no?”.

Porque decir que no en diciembre pesa más (y la culpa, esta vez, no es del turrón). Un simple “no me viene bien” se puede interpretar como “no te priorizo quiero lo suficiente como para verte antes de que termine el año”. Y ahí aparece la culpa el recargo por demora y la sensación de que tu agenda de diciembre, debería ser un calendario de Adviento social, abriendo cada día una (o varias) casillitas en forma de planes.

Yo este año me he propuesto revisar el extracto. Probablemente no pueda evitar todos los cargos, pero sí elegir cuáles pagar y cuáles eliminar. Darme de baja del “tenemos que vernos antes de fin de año”, cancelar el “si no voy, quedo fatal” y conservar el “qué ganas tengo de ir a esa cena para desconectar”.

Un diciembre con menos cargos y más descargos. Para empezar el año con la cabeza en positivo.