Hubo un tiempo en que todo era verde. El valle de Mesoiro respiraba en silencio, entre prados y caminos que llevaban a Feáns y a los molinos del sur coruñés. Era un paisaje discreto, a la sombra del Castro de Elviña, un rincón al que apenas llegaban los ecos de la ciudad. Hasta que un día aparecieron los planos, las firmas y los sellos. Y el valle, condenado en papel, empezó a transformarse en barrio.
Primero fue un nombre frío en el PGOM de 1998: S-5, Valle de Mesoiro. Después, en 2000, la aprobación del plan parcial. Y finalmente, el ruido de las grúas, las zanjas abiertas, el polvo que todo lo cubría. En apenas un par de años, aquel espacio rural se convirtió en un hormiguero de edificios. A finales de 2001 surgió el primer bloque y en 2003 llegaron los primeros vecinos, pioneros de una ciudad recién nacida.
Novo Mesoiro fue un experimento de expansión urbana: más de tres mil viviendas, casi todas de protección, levantadas en fila india, sin historia detrás. Pero lo que en el papel era un proyecto frío, sobre el terreno se convirtió en una promesa: pisos a precios posibles, la oportunidad de empezar de cero en un lugar propio. Allí desembarcaron familias jóvenes, parejas que estrenaban vida, padres con hijos pequeños. El barrio nació ya con carritos de bebé en las aceras y voces infantiles en los portales.
Los servicios fueron llegando con parsimonia, como si la ciudad dudara en reconocer a su nueva criatura. En 2010 abrió el centro cívico, en 2011 el centro de salud y casi veinte años después de los primeros ladrillos, en 2020, el colegio. El transporte, en cambio, siguió siendo el viejo reproche: un solo autobús, largas esperas, la sensación de estar siempre un poco apartados, como si el resto de A Coruña mirase desde lejos a este hijo joven que había crecido demasiado rápido.
Y sin embargo, Novo Mesoiro floreció. Se convirtió en el barrio más joven de la ciudad, un lugar donde los parques siempre rebosan de niños, donde la media de edad se mide en voces nuevas. Junto a esa energía también surgieron heridas: la capilla desaparecida durante las obras, el pazo en ruinas que nunca se rehabilitó, los defectos de construcción en viviendas públicas que dejaron a familias enteras peleando en los juzgados. Cada sombra, sin embargo, hizo crecer la voz de la asociación vecinal, que convirtió la queja en músculo y la demanda en identidad.
Hoy Novo Mesoiro ya no es aquel descampado con grúas, ni un simple apunte en un plan urbanístico. Es un barrio consolidado, con casi diez mil habitantes, edificios que se levantan como murallas y calles que laten con vida propia. Brota de un valle que un día fue campo, pero que ahora es ciudad: una ciudad joven, con cicatrices y promesas, con vecinos que saben que la historia de los barrios no la escriben los papeles ni las promotoras, sino los que cada mañana abren la ventana y llaman hogar a lo que un día fue un prado.