A Palavea no se llega por azar. Se llega por linaje, por costumbre, por la vieja inercia de los pasos que siguen caminos más antiguos que los mapas. Se llega porque uno sabe, aún sin saber, que allí se guarda algo que la ciudad olvidó: el olor a hierro mojado, a carbón descabezado, a ropa tendida al sol como banderas de la resistencia callada.

Palavea fue antes que A Coruña. Y no me tiembla el pulso al decirlo. Fue tierra, fue camino, fue aldea viva cuando la ciudad era aún una idea lejana, con pretensiones de puerto y muralla. Fue parte de Elviña, parroquia de labriegos, de nombres dichos al oído y transmitidos como cuentos de piedra en piedra. Ahí, en ese suelo que aún respira hondo cuando llueve, nació Palavea: no como barrio, sino como palabra con raíces.

El tiempo, claro, quiso empujarlo hacia la periferia. La ciudad, que devora sin mirar atrás, le echó cemento encima, le colocó la AP‑9 como soga al cuello, la Nacional 550 como frontera, y la Avenida Alfonso Molina como ruido constante. Pero Palavea no se dejó. Se adaptó. Sobrevivió.

Los años 50 trajeron el hormigón. Los bloques de viviendas sociales nacieron con sus fachadas blancas, sus tejados negros y su dignidad obrera. No eran casas bonitas. Eran casas necesarias. Allí se criaron generaciones que aprendieron a compartir el pan, la radio y la escoba.

Las mujeres de Palavea, silenciosas como la lluvia fina, bajaban al puerto. Se ganaban el jornal entre bacalaos, redes y carbón. O limpiaban las casas de otros, para sostener la suya. Las manos que lavaban ajeno, en Palavea volvían a amasar futuro. No hablaban de emancipación. Eran libres a su modo: sin discursos, pero con agallas.

Se contaban las cosas a la puerta, en bancos de piedra o sillas de cocina. El agua salía de las fuentes, de los lavaderos comunales, como salía la conversación: limpia, generosa, necesaria. Queda uno de esos lavaderos, testigo de otras épocas, y un caño de donde aún algunos vecinos recogen agua como quien recoge memoria.

Y cuando el progreso quiso borrar los nombres —porque el poder odia lo que no puede pronunciar—, los vecinos dijeron: “hasta aquí”. Y entonces volvió a nacer Palavea. Volvieron los nombres que el campo había susurrado:

  • Rúa Palavea Vella, la madre de todas las calles.
  • Curro de Éguas, donde los animales descansaban como vecinos.
  • Monte Alfeirán, que aún guarda la sombra de los castaños.
  • Fontaíña, pequeña fuente que calmó mucha sed.
  • Campo da Pena, territorio de juegos y silencios.
  • Raposo, Corbatín, Camiño da Cascoña, Río de Palavea, Vivendas de Santa Cristina… No son nombres: son heridas cerradas, son verdades recobradas.
La asociación Os Nosos Lares hizo lo impensable: convirtió el recuerdo en tecnología. Montaron una aplicación, una ruta virtual, una web con postales y fotos antiguas. No para presumir de pasado, sino para no olvidarlo. Porque el olvido no mata: disuelve.

Y aún con todo, llegaron los años del abandono. Los bloques de Epamar, construidos para vivir, terminaron ocupados por el vacío. Ruina, incendios, fiestas ilegales. Cicatrices de un país que a veces se olvida de sus barrios como se olvida de sus viejos.

Pero Palavea sigue. Quiere biblioteca donde hubo mercado. Quiere libros donde hubo cajas de pescado. Quiere lo que nunca pidió: futuro. Y lo pide sin alzar la voz. A su manera. Con la dignidad de quien ha visto pasar el mundo desde el portal y ha decidido quedarse.

Porque Palavea no es un barrio. Es un territorio de la memoria. Un rincón del alma urbana donde aún se puede caminar sin dejar de pertenecer.

Y si usted, lector, alguna vez pasa por allí, párese. Escuche. Puede que oiga aún el murmullo de los nombres viejos. O el sonido de una madre llamando a su hijo desde la ventana, justo antes de que el sol se esconda tras el Monte Alfeirán.