En esta ciudad nuestra donde el carnaval se anuncia con más pasión que los presupuestos municipales, donde los conciertos suenan más que las protestas y el Trivial más coruñés tiene más respuestas que el Ayuntamiento, hay un barrio que nunca será trending topic, pero que explica mejor que nadie lo que es A Coruña. Un barrio que no se pasea, se vive. Se arrastra. Se sufre. Se recuerda. Y si te descuidas, se olvida. La Sagrada Familia.
Nació en 1955, cuando un alcalde llamado Alfonso Molina —el mismo cuyo nombre grita hoy el asfalto de la vía más transitada de la ciudad— decidió regalarle tierra a una constructora benéfica presidida por Eduardo Ozores Arráiz, exalcalde también. Regalito de Navidad, porque aquello ocurrió un 15 de diciembre, y el terreno era vasto: entre la ronda de Outeiro, la calle Rafael González Villar y la avenida de Arteixo. Dieron gratis lo que hoy cuesta millones. Y todo por una buena causa: levantar 1.750 viviendas de renta limitada.
Claro que había condiciones: seis años para terminar las obras o los terrenos volverían a ser del Concello. Así que se pusieron manos a la mezcla. Seis meses después ya presentaban proyecto: cinco o seis plantas, fachadas de “bello aspecto” —así, en cursiva sentimental—, y un barrio entero diseñado sin parques, sin centros culturales, sin aire. Porque entonces se construía para encerrar gente, no para vivirla.
Y gente no faltó. Llegaban en tren, en bus, en camiones de mudanzas oxidados, desde cada rincón de Galicia. De Monforte, de Vimianzo, de Taboada, de Lalín. Venían a buscar futuro y encontraron techos, escaleras de granito, y escasez. Mucha escasez. Pero también comunidad. Porque cuando no tienes nada, lo poco se comparte. Lo saben bien en Belén, en Nazaret, en Niño Jesús, en Reyes Magos. No, no hablo de Palestina. Hablo de la nomenclatura bíblica de sus calles, que hoy suena a ironía celestial: nombres piadosos para bloques de hormigón sin calefacción.
Durante años, la Sagrada Familia fue un apéndice de A Coruña. Algo que estaba ahí pero no se integraba. El retraso en urbanizar la ronda de Outeiro y la avenida de Arteixo hizo que el barrio quedase cercado por la incomunicación, aislado como una promesa que nadie quiso cumplir. Mientras tanto, el resto de la ciudad se maquillaba, se peinaba para el turismo y la postal. Ellos no. Ellos sobrevivían.
Pero la Sagrada Familia también tenía su templo, y no era obra de Gaudí. Era la parroquia de San Rosendo. Y sus torres tampoco eran modernistas ni le buscaban las cosquillas al cielo, pero eran punto de encuentro y de cita. “Nos vemos en las torres”, se decía. Desde allí, antaño, se veía el mar. Hasta que el cemento lo tapó todo.
Y donde no había basílicas había cancha. En Sargento Provisional, en la vieja tierra donde antes corrían los Renault en pseudo-carreras de Fórmula 1, se levantó la cancha de baloncesto. Con sus rejas, como si las hubiesen traído del Bronx. Con sus grafitis, como el de Tania que quiere a Conguito. Con sus ecos de partidos entre bloques colmena. Aquella pista, levantada sobre el antiguo campo de fútbol del Maravillas —aunque allí jugaba el Imperátor—, fue más que un lugar para jugar: fue símbolo. Como el neón del bar Mundial 82, que se niega a apagarse aunque la nostalgia de Naranjito ya no le importe a nadie. Como el gordo de Ramón Conde en la plazuela de la parroquia, que no es gordo: es un padre con su hijo en brazos. Aquí todo tiene otra lectura.
Porque la Sagrada Familia no es “la Safa”, por más que a los de fuera les guste abreviar. Aquí no se necesita jerga para entender que es un barrio con carácter. Aquí no se dan las gracias, se ayuda. Aquí no se pregunta, se actúa. Y si de adolescente te pillaban con cinco pavos, lo mejor era poner tierra de por medio. Eso también fue la Sagrada Familia: leyenda negra y Bronx sin béisbol.
Pero la Sagrada ya no muerde. Ahora tiene su biblioteca. Su centro social. Su rondalla. Su coro. Su colegio. Hasta sus cumpleaños de clase media en el colegio de Fátima. Ya no hay sustos en la avenida de Arteixo. Pero sí orgullo. Y memoria. Y una extensión constante, como si el barrio quisiera ocupar el mapa por cabezonería histórica.
Por eso hay quien dice que Álex Bergantiños, el eterno capitán, tiene el don de la ubicuidad en el campo. Porque es de la Sagrada. Porque cuando eres de aquí, aprendes a estar en todas partes, por si acaso la ciudad vuelve a olvidarte.
Así que sí. Que siga la fiesta. Que llueva en carnaval, que suba el precio de la gasolina, que nos distraigan con el Trivial. Pero mientras tanto, alguien debería recordar que la Sagrada Familia no es solo un barrio. Es una herida. Una lección. Una verdad incómoda que seguimos ignorando mientras llenamos de luces la Marina.