Hay lugares, objetos, espacios por los que parece que nunca pasa el tiempo. Esa idea, la de permanencia inmarcesible revela una memoria detenida en el tiempo, una imagen que no cambia, irreal pero que se percibe cierta. En realidad, son los rasgos esenciales de ese lugar, objeto o espacio los que se han mantenido a través del tiempo, aunque todo lo demás se haya ido borrando. El desvanecimiento de lo instantáneo frente a lo intemporal dibuja una estructura con la que se construye culturalmente la memoria. La arquitectura, o la buena arquitectura es capaz de desprenderse de lo superficial, de envejecer de manera consciente manteniendo la esencia estructural de su composición característica. Al igual que los ojos o la forma de mirar de una persona, las invariantes de una obra de arquitectura son expresión de su esencia, la que es imborrable en el tiempo.
“Y la arquitectura de Bernini terminó por decirme que el ser del lugar, nuestra totalidad, se forja desde la nada, gracias a un acto de fe que se asemeja a un sueño que hemos vivido tantas veces y de forma tan sencilla, que parece encarnado” - Yves Bonnefoy.
También hay algo de sueño en la permanencia, porque en él los recuerdos se transforman en realidad. La imagen de la ciudad cambia, pero hay calles que muestran otros tiempos. La calle Emilia Pardo Bazán en A Coruña es un espacio único, definido por lenguajes que, nacidos en la primera mitad del siglo XX penetran en el discurso contemporáneo con la elegancia de las formas, desprendidas de nostalgia, pero con la permanencia estructural de la geometría, de la armonía compositiva y de la esencia de un tiempo. En esta calle, característica del ensanche coruñés se encuentra uno de los conjuntos más interesantes del racionalismo coruñés, no por su pureza lingüística, sino porque muestra la evolución de dicho lenguaje a lo largo de los años. A pesar de ello, su esencia, la del lenguaje de principios del siglo XX aún puede leerse hoy.
Fotografía: Nuria Prieto
Una provocación
El pintor Salvador Dalí afirmaba que “el que quiere interesar a los demás, tiene que provocarlos”, y quizás fue eso lo que se consiguió a principios de siglo con la aplicación del cubismo y el racionalismo a la arquitectura en un contexto de precariedad económica, pero de explosión cultural. A partir del año 1925 se produce un cambio cultural en España en el que las ideas originadas en Europa comienzan a penetrar en el país. El contexto español, mezclado y ecléctico en términos culturales y artísticos se renueva y moderniza mediante estas corrientes. La sociedad comienza a transformarse y las propuestas arquitectónicas siguen esta transformación. Además, con la promulgación de la Ley Salmón en 1935, el favorecimiento de las obras públicas y los pequeños inversores propició la construcción de vivienda asequible en propiedad o alquiler dando lugar al ‘estilo Salmón’. Especialmente notable en los ensanches urbanos de todas las ciudades españolas, el racionalismo resultante de esta ley se convierte en la imagen de la España de mediados de los treinta.
Pero no todos los edificios evolucionan al mismo tiempo. Si bien en la calle Emilia Pardo Bazán se pueden observar ejemplos cubistas como el situado en el número 4 obra de los arquitectos Tenreiro y Estellés (1934) o el número 6 de Caridad Mateo (1938), pero antes de estas magníficas obras vanguardistas se construyeron algunas obras que anticipaban con gestos contundentes el lenguaje que se aproximaba. El funcionalismo y racionalismo se fue depurando con el paso del tiempo, y fue moldeando las obras tradicionales, eclécticas o vernáculas en obras sofisticadas y adaptadas a la realidad de su tiempo.
Fotografía: Nuria Prieto
En el número 8-10 de esta calle se encuentra una obra de apariencia conservadora. El edificio, situado entre medianeras es obra de Leoncio Bescansa y fue construido en 1931. Bescansa, fue un arquitecto prolífico, autor de obras emblemáticas como el popular Diente de Oro o las escuelas Labaca. Su lenguaje mezcla la estética vernácula tradicional con ciertos rasgos del eclecticismo del momento. En este caso la fachada se marca a través de una composición muy conservadora y clásica, se trata de dos portales unidos en el centro creando una simetría estricta. El arquitecto sitúa las galerías en los extremos, como dos grandes columnas que marcan los límites de su proyecto. Estas definen una continuidad mediante el añadido de una galería en la planta superior que crea un marco, como un arco monumental. El edificio con cuatro plantas de altura se ata a través de la galería de la planta superior, pero también en la segunda planta mediante un balcón continuo. Los huecos enmarcados por la galería parecen anecdóticos en relación con esta, pero su ritmo constante y ordenado definen una cuadrícula que acentúa la monumentalidad del conjunto.
El arquitecto marca el volumen con hasta tres líneas de cornisa, la primera define los balcones, y la segunda y tercera limitan la galería superior. La galería, a pesar de materializarse con dos morfologías diferentes, mantiene los mismos criterios compositivos, así la separación entre los huecos de esta se realiza mediante columnas corintias impostadas, lo cual es previsible en el caso de las galerías de los extremos, pero puede resultar excesivo en la superior que se extiende en horizontal. Sin embargo, esa saturación ornamental en combinación con los canecillos de la línea de cornisa superior, definen un curioso efecto monumental y vernáculo al mismo tiempo. Los mismos canecillos se repiten en la cornisa inferior de la galería por lo que esta emerge como un elemento singular, de apariencia frágil y sin embargo contundente. La planta baja, con uso comercial, se define como un zócalo que se marca con líneas simulando ser sillería.
Constructivamente, el edificio responde a su época. Sencillo y con pocos recursos, su envolvente está ejecutada en ladrillo enfoscado y revocado pintado, con carpinterías de madera. Su conservación es excelente, y su fachada ha sido recientemente saneada y pintada.
Fotografía: Nuria Prieto
Fotografía: Nuria Prieto
Los retratos de piedra
Las cosas que no cambian son como los retratos en piedra. Miradas detenidas que observan a los seres humanos de carne y hueso sin alterarse. Hay algo de monumental en ello, porque de alguna manera, lo que trasciende parece serlo. En palabras de Yves Bonnefoy: “la verdad es que hay una ambigüedad de las grandes obras. En eso se parecen, entre todos los edificios, entre todos los castillos de una eternidad afirmada, más profundamente a un templo a la residencia de un dios. […] Pero en lo secreto del templo, sobre el altar o en una cripta, está presente lo imprevisible. Es sólo un reflejo sobre un rostro de piedra, pero una verdadera tormenta en el seno de la simetría. Es como si una fosa hubiera sido cavada en ese recinto de luz para encontrar los fondos desconocidos del lugar”
Al observar la arquitectura de una ciudad, esta devuelve la mirada en forma de legado. Su composición, su estética y su morfología dan forma al hábitat, pero también a sus habitantes. Pasear por la calle Emilia Pardo Bazán es contemplar una etapa de la vida urbana, en pleno cambio, en un instante de transformación capaz de trascender en el tiempo.
