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LA TRIBUNA

La Ley de la Educación contra el talento

El autor analiza la reforma educativa que plantea la Ley Celaá, una propuesta que, asegura, aniquila toda apuesta por la excelencia.

23 mayo, 2020 02:31

Existe un sesgo cognitivo denominado martillo de oro, cuya expresión más conocida se la debemos a Abraham Maslow —sí, el de la pirámide—, y que podemos formular así: "Si tu única herramienta es un martillo, tiendes a tratar cada problema como si fuera un clavo".

Es un concepto similar al de la expresión "deformación profesional", que describe la tendencia a ver las cosas desde el punto de vista de la propia profesión. Estos lentes u orejeras impiden tener una perspectiva más amplia y objetiva de las cosas, al desatender lo que queda fuera de su foco. Son, por lo tanto, unos lentes deformantes.

El juego de palabras deformación-formación profesional nos lleva al asunto de esta tribuna: el efecto perverso, deformante, que el foco de la pedagogía que inspira la Ley Celaá tiene sobre la formación académica y profesional de nuestro alumnado.

No es la ministra de Educación quien ha generado el problema. Los defectos de nuestro sistema educativo vienen de antiguo. Celaá se limita a profundizar en el error del modelo vigente, un paradigma pedagógico que desdeña el talento y se enfoca exclusivamente en el aprender a aprender, una vez aniquilado el paradigma de la transmisión de conocimientos.

Como suele suceder, el problema surge no tanto del principio en sí —sin duda "saber enseñar" es importante—, cuanto de la exagerada y dogmática aplicación de este principio. Quienes no conocen de cerca cómo ha evolucionado el sistema educativo es probable que no tengan noticia de hasta qué punto el "saber qué se enseña" es poco relevante en nuestras escuelas. Y esto es así no porque los profesores no sean lo bastante competentes en sus respectivas materias, sino porque no son ellos quienes ponen el foco de la educación, sino un complejo sistema de orientadores, pedagogos, psicopedagogos, asistentes sociales y tutorías fuertemente ideologizadas por la teoría pedagógica.

¿Cómo ir en contra de iniciativas tan biensonantes como la de la "escuela inclusiva" o el "respeto a la diversidad"?

Combatir este paradigma es muy difícil; señalar sus carencias es como señalar que el emperador va desnudo. Lo es, en primer lugar, porque está blindado por la impenetrable barrera del buenismo. ¿Cómo ir en contra de iniciativas tan biensonantes y sobre el papel tan bondadosas como la de la "escuela inclusiva" o el "respeto a la diversidad"? Quien se aventura por esa senda se convierte en el malo que va contra lo bueno.

Si cuestiona que el juego sea la única metodología válida para el aprendizaje, será acusado de defender que la letra con sangre entra; y sandeces similares tendrá que oír si denuncia que la falta de autoridad tiene unos resultados perversos —para el alumno todavía más que para el docente—, o si defiende el valor del esfuerzo, de la disciplina o de la memoria.

Todos estos términos son sospechosos para el paradigma vigente. Todos suenan a reaccionario en los oídos de un pedagogo integrado. Además, este paradigma es sólidamente hegemónico en su campo. La ideología va por gremios, y antes hallaríamos a un Chicago Boy abierto a criticar el dogma neoliberal y atender las bondades de un Estado emprendedor, que a un orientador pedagógico dispuesto a admitir la menor grieta en el dogma de la escuela progresista.

De hecho, las pocas voces que apuntan a la necesidad de realizar cambios de orientación en nuestro sistema educativo son de pensadores que exceden en mucho el ámbito de la pedagogía, como Gregorio Luri o José Antonio Marina. Pero a pesar de la notoriedad de estos autores, sus sugerencias apenas llegan a influir en un sistema infestado de pedagogía equivocadamente progresista, porque este dogma inspira la ordenación educativa de principio a fin y la impregna por completo como la moral católica inspiraba e impregnaba la escuela del florido pensil.

Por supuesto, el problema no es que el dogma sea progresista, sino que lo sea equivocadamente, es decir, que arroje unos resultados contrarios a los apetecidos.

Un ejemplo de política contraproducente lo tenemos en la estrategia seguida por la escuela pública durante el confinamiento. Para evitar crear una brecha digital entre los alumnos con acceso y los alumnos sin acceso a internet, la directriz oficial ha sido no avanzar en materia y entretener a los alumnos con fichas modelo cuaderno de vacaciones.

La educación pública, principal vía de movilidad social, queda degradada por el progresismo equivocado

Los centros privados y concertados, sin embargo, han proseguido con la programación, en su inmensa mayoría. ¿El resultado? Una vez más la educación pública, la principal vía de emancipación y movilidad social de los más desfavorecidos, degradada por el progresismo equivocado. La bienintencionada iniciativa tendente a no dejar descolgados a un puñado de alumnos —los pocos que no disponen ni siquiera de móvil—, se ha traducido en una brecha incomparablemente mayor entre todo el bloque público y el concertado.

Si la ley que lleva el nombre de la señora Isabel Celaá es una barbaridad, no es porque persiga "no dejar a ningún alumno atrás", sino porque trata de lograr ese loable objetivo haciendo que ningún alumno avance. Su propuesta no consigue ni la inclusión ni la equidad, pero sí logra, en cambio, aniquilar toda apuesta por la excelencia.

Decíamos que términos como esfuerzo, disciplina o memoria resultan sospechosos para la pedagogía progresista. O más que sospechosos, son vistos como algo que hay que combatir. Están marcados negativamente, como uno de esos dos polos que señalaba Jacques Derrida en sus pares de opuestos: el polo privilegiado por la tradición occidental que el pensamiento posmoderno busca reemplazar por su polo opuesto. La donación de títulos o los aprobados generales que tanta polvareda están levantando no son sino aspectos llamativos y superficiales de un problema de fondo mucho más grave.

En el modelo pedagógico de educación de-construida o des-mantelada, en términos derridianos, que abandera Celaá, la exigencia de rendimiento se asocia con el autoritarismo y la búsqueda del talento es considerada poco menos que un hábito fascista, o, para sus defensores más convencidos, casi una práctica eugenésica.

Esa animadversión hacia el talento tiene una importancia crucial. La apuesta por colocar la inclusividad como el eje obsesivo sobre el que gira todo el sistema supone poner el foco de la educación no en el talento, sino en su ausencia. Implica poner cabeza abajo el edificio de la educación.

La pedagogía progresista crea una burbuja donde la realidad es reemplazada por una moral muy determinada

Tener madera de estudiante es algo tratado con tanto recelo por la ministra de Educación, la señora Celaá, como ser emprendedor por la ministra de Trabajo, la señora Yolanda Díaz. Y buscar esa madera, para tallarla, algo que ha sido el principal impulso de la educación desde los tiempos de la Academia de Platón, es visto por la pedagogía progresista como un elitismo intolerable.

Hay que decir, para colmo, que el sistema también fracasa estrepitosamente en su apuesta por la inclusión. Después de haber sacrificado a este objetivo todo lo demás, el resultado es patético. Los recursos educativos que podrían destinarse al cultivo de la excelencia o, con más modestia, al trabajo para elevar la mediocridad, son desviados al objetivo principal y casi único de tratar la diversidad, pero la única diversidad que se atiende es la diversidad de los alumnos conflictivos o con dificultades de aprendizaje, y a pesar de ello, estos tampoco mejoran sus horizontes. Más bien son víctimas de una ficción que los perjudica.

La pedagogía progresista crea una burbuja donde la realidad es reemplazada en todo caso por la moral, y una moral muy determinada. En esa burbuja se incuban alumnos apenas preparados, o preparados fundamentalmente para ofenderse, y con una tolerancia a la frustración cercana a cero. Pero la realidad espera afuera.

Entiendo el desánimo de quienes traten de enmendar el nuevo proyecto de reforma de la ley de Educación. Para arreglar el estropicio sería necesario hacer una enmienda a la totalidad.

Empezamos hablando del martillo de oro. Un martillo de oro es un objeto vistoso, pero inútil, hecho con un material inadecuado para cumplir su función. Así sucede con la pedagogía que alienta esta nueva reforma: es el propio patrón de diseño el que está equivocado. La Ley Celaá viene a abundar en los errores más graves de nuestro sistema educativo; es una ley para perpetuar su fracaso.

*** Pedro Gómez Carrizo es editor y profesor.

EFE

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