Hace años, José María Aznar advirtió de que “antes de romperse España se rompería Cataluña”, un vaticinio que algunos consideraron alarmista pero que, a la luz de los acontecimientos, no hay que descartar. Incluso en la peor de sus versiones.

La situación en Cataluña es ya tan grave que o los sectores moderados del nacionalismo toman la iniciativa y placan a Puigdemont -convencerle parece imposible-, o será muy difícil impedir que la fractura social ya existente no degenere en un enfrentamiento civil traumático y vergonzoso. La ruina se da por descontada.

Anoche, el presidente de la Generalitat reiteró en TV3 que declarará la independencia porque así lo contempla la ley del referéndum, lo que sitúa a Cataluña y a España a horas del abismo: las que faltan para su comparecencia en el Parlament, donde dará cuenta de los resultados del 1-O.

Un president sordo y ciego

La posición del presidente, sordo y ciego ante los alarmantes signos de inestabilidad que acarrearía la ruptura, lo sitúan más cerca del ensimismamiento fanático que de la coherencia política. Una cosa es que Puigdemont se sienta obligado por su compromiso de lograr la independencia, y otra muy distinta que, habiendo fallado estrepitosamente en la ponderación de riesgos, no asuma que su obligación es proteger el interés general y, en consecuencia, dé marcha atrás.

Pero hay motivos para temerse lo peor. De momento, ni la decisión de CaixaBank y el Banco Sabadell de emigrar para sortear el riesgo que para el sistema financiero catalán supondría quedar sin el paraguas del BCE; ni la espantada de las empresas catalanas más emblemáticas; ni las advertencias del FMI le han hecho desistir. El miedo cunde también en el bando secesionista, pero ni las llamadas a reconsiderar la DUI de Artur Mas y el consejero Santi Vila, ni el ruego “encarecido” de los mismos medios que durante meses le han aplaudido hacen recapacitar al president.

La Cataluña silenciada

A Puigdemont no le arredra ni el temor a la bancarrota ni el hecho -sin precedentes- de que la Cataluña silenciada haya salido en masa a la calle para advertirle de que no se someterá a la declaración unilateral de independencia. No es necesario glosar el carácter histórico de una manifestación que, por cuanto tiene de rebelión cívica contra las imposiciones del nacionalismo, puede compararse con la que movilizó a España entera hace 20 años tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Lo relevante es que la expresión del hartazgo de esa mitad de Cataluña, que este domingo ha salido a la calle sabedora -como bien recordó el Rey- de que no está sola, crecerá de manera desbordante si Puigdemont sigue adelante.

Los catalanes no independentistas han dado una lección de civismo y valentía y su voz debe ser escuchada y atendida. No se trata de que una mitad de Cataluña se imponga sobre la otra, sino de que ambas convivan en armonía y paz de acuerdo a la legalidad constitucional y la democracia. Intentar sacar adelante un proyecto político inviable enfrentando a media Cataluña contra la otra media sólo generará división, enfrentamiento civil, inestabilidad, pobreza y bochorno.