Para mí, nunca es plato de buen gusto recibir honores.
Y creo que, de entre mis pares, soy una de las pocas personas de mi país que ha conseguido evitar las diversas distinciones nacionales al mérito, la Medalla de Artes y Letras, la Legión de Honor, etcétera.
No es que desprecie los honores en sí.
Pero siempre he desconfiado de la aprobación del poder.
Nunca he creído que un país, cuando es grande y amplio, cuando vive con paz y comodidad, gane nada honrando a sus escritores. Tampoco que los escritores, cuya función es, como decía Mallarmé, "dar un sentido más puro a las palabras de la tribu", ganen nada viendo que la patria les está agradecida.
No se puede decir lo mismo, sin embargo, de los países frágiles y que están amenazados, que son atacados por vecinos poderosos. Países infelices, a fin de cuentas.
Como la Bosnia en guerra, cuyo presidente me honró, junto al general francés Philippe Morillon, concediéndome la más alta distinción de su país.
Como Georgia, cuyo presidente Saakashvili me otorgó el Blasón de su país en un momento en el que se enjuagaban los restos de la voluntad de poder de Rusia.
Como el Kurdistán, cordero despedazado por cuatro lobos ávidos de su carne y, al mismo tiempo, todo un león cuando tuvo que derrotar, casi sin ayuda de nadie, a los islamistas del Dáesh, que también me otorgó una condecoración.
O Israel, que, desde su nacimiento, ha luchado por sobrevivir ante el cinismo de sus vecinos. Me honran los honores que me ha concedido.
Aceptar los laureles de estas naciones no es caer en la complacencia, es trabajar codo con codo con un pueblo que lucha y al que la vida somete a pruebas muy duras.
Y ese fue justo el sentimiento que se apoderó de mí aquella tarde del pasado 16 de enero cuando recibí de manos del embajador Vadim Omelchenko la Orden al Mérito de Ucrania que el presidente Zelenski acababa de concederme por decreto.
Por azares de la vida, el momento elegido para la ceremonia prácticamente cayó en el mismo día del décimo aniversario de mi discurso en el Maidán de Kyiv, donde se había formado un pueblo, al igual que en la plaza de la Bastilla.
La verdad es que este premio llegaba después de otros reconocimientos o regalos modestos, a veces muy humildes, que había recibido de los combatientes ucranianos ya desde el comienzo de la guerra: el escudo de un batallón, el emblema de un regimiento, una bandera dedicada en primera línea del frente por sus mismos defensores.
Le dije entonces al embajador que hay un rincón de una pared de mi casa donde están clavadas estas huellas de lo que vivimos juntos, con los soldados ucranianos "del Año II", y que ahí, en esa pared que miro cada noche, con la que, como en un largo sueño, revivo, una y otra vez, los días compartidos, es donde iba a colgar esta nueva distinción.
El público pareció sorprendido.
Pero creo que el embajador estaba satisfecho.
Porque, pensándolo bien, ¡menuda aventura!
Al inicio, no tenía tanta afinidad con el país.
Pero, como no hay fatalidad en la historia, como son las personas las que la hacen y dan un respiro a sus demonios cuando así lo deciden, como Ucrania ha optado por la libertad frente al retroceso bárbaro al que Putin conduce a su pueblo; como Ucrania, fervorosa y esperanzada, mira a Occidente, como una Cabeza de Oro, no para conquistar, sino para vivir; por todas estas razones, el país de los escritores Tarás Shevchenko y Victoria Amelina se ha convertido para mí en otra patria.
Me he entregado a ella en cuerpo y alma.
Me ha ocupado la mitad de mis días y la mitad de mis fuerzas.
Mis antecesores, en España, hicieron una película y fue magnífica.
Yo aquí he rodado tres, porque con menos no se podía recorrer su tierra minada, bombardeada y destripada. No podía, con menos, trabar amistad con sus grandes y pequeños soldados o dar las gracias a las señoras de Limán o de Kyiv que llevan a sus espaldas el sufrimiento y la grandeza de su pueblo o saludar a un joven presidente que conocí alrededor de la mesa de un bistró, cuando él aún era actor y estaba a punto de entrar, como Churchill, en la leyenda de los siglos.
Estos años, parafraseando a otro escritor francés, han sido, al lado de mis compañeros, el escenario de lo que quizá sea lo mejor que hemos hecho en mucho tiempo.
En una lengua que llevo en el corazón, la de Israel, al honor se le llama kavod y el kavod también significa carga y responsabilidad.
En otras palabras, he vivido esta velada de reconocimiento como una invitación, no a descansar entre laureles, ¡sino a perseverar!
Una invitación a seguir adelante, hasta conseguir la victoria, a prestar mis palabras a los héroes de Ucrania, cuya voz no llega tan lejos.
A abogar por su libertad, perseguida, ofuscada y negada, pero que, con lágrimas de sangre y de alegría, se construye y vence.
Sobre todo, a no cansarme nunca de repetir que la guerra de Ucrania es nuestra guerra, porque es una de las estrechas puertas que siguen abiertas en el gran corredor de la prisión planetaria del antiliberalismo que se hincha como una ola.
Ese es el compromiso (nobleza obliga) que contraje aquella velada, conmigo mismo y, aquí, con mis lectores.