Todavía no alcanzo a entender cómo ocurrió. Miro atrás y no consigo comprender las pequeñas decisiones que me llevaron a aquel lugar. Cuándo bajé la guardia, en qué momento renuncié a la compra online, cómo es posible que no me arrepintiera mientras chapoteaba en el río inundado de la Gran Vía.

"Si total, tengo una cena al lado, ¿por qué no?".

Era el primer día de rebajas y allí estaba. Solo en el centro de uno de los Zara más grandes del mundo, "haciendo un recado". Mi primera reacción fue de absoluto rechazo a la humanidad. Empezando por mí y siguiendo por todos con los que me cruzaba. Era imposible no incubar el odio.

No éramos personas, éramos obstáculos, rivales a batir. Indeseables.

Por mucho que eso no operara en nuestra cabeza, nuestra función era impedir que los demás compraran lo que tuvieran que comprar y se fueran a casa. Todo eso bañado por una música infernal. Los empujones, la ropa desperdigada, los gritos, el sudor, hacía muchísimo calor.

Y yo con las manos tapándome los bolsillos, "que te roban el móvil seguro, ya verás".

Fotograma de 'La sociedad de la nieve'.

Fotograma de 'La sociedad de la nieve'.

Esa sensación, la más insolidaria de todas, me duró pocos minutos. Justo antes de salir de casa había visto la película La sociedad de la nieve. Así que respiré hondo y pensé: "Si un puñado de nosotros nos montáramos en un avión, tuviéramos un accidente y cayéramos en una cordillera de los Andes, podríamos trabajar en equipo para sobrevivir. Puede que incluso lo lográramos".

Los jugadores de aquel equipo de rugby tenían una ventaja. Se conocían, muchos eran amigos. Pero eso, en según qué situaciones, podía ser un inconveniente. Por ejemplo, a la hora de comerse a los muertos. No es lo mismo zamparse las pantorrillas de tu querido Juan, que las de ese señor que ocupa todo el pasillo y no me permite llegar a las escaleras.

Juan Antonio Bayona, el director, utiliza como hilo conductor de la historia a un personaje inesperado. Un muerto. Es decir, alguien que no se hizo "famoso" tras el accidente. Numa Turcatti era un estudiante al que convencieron in extremis para que aprovechara la coyuntura. Gracias a lo del rugby, partía un avión muy barato camino de Chile.

Los chavales iban entusiasmados porque el tipo de cambio les favorecía y con muy poco dinero del Uruguay iban a poder vivir un finde en Santiago como los ricos. Tenían, supongo, la sensación que muchos de nosotros teníamos al salir de casa camino de las rebajas, sólo que multiplicada por cien. Porque tenían veinte años y porque iban a un lugar desconocido.

Ninguno de los grandes conocedores de esta historia, ni siquiera sus protagonistas, esperaban que Bayona eligiera a Turcatti como narrador. Lo hizo porque, durante su investigación, hubo un detalle que le conmovió. Antes de morir, Turcatti escribió en un papel: "No hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos". Era una cita del evangelio según San Juan.

Muchos de aquellos chavales, por no decir todos, eran muy católicos. Tenían fe. De la fe no se puede decir "mucha" o "poca". Se tiene o no se tiene. Y ellos la tenían. Está muy bien contado en la película. Algunos dudan, pero los que creen tiran muy fuerte de ese avión quebrado que aloja a los supervivientes.

Si fuéramos nosotros (esta multitud de Zara) los accidentados, supongo que la fe sería mucho menor. Es el signo de los tiempos. Puede que eso nos hubiese frenado, pero también es cierto que la falta de ella nos habría permitido alimentarnos antes, sufrir menos de conciencia. Habríamos probado antes los cadáveres.

Todo esto son cábalas absurdas, pero pensamientos inevitables. La muestra de que la película de Bayona logra lo más importante que puede hacer una peli. Entrar como una avalancha de nieve en la cabeza de un espectador y sepultar durante un tiempo los demás pensamientos.

Estuve tentado de hacer una encuesta en la cola. A este periódico le encantan las encuestas. "Señora, ¿usted me comería si lo necesitara para sobrevivir?". "Señor, ¿qué le parecen estos michelines? ¿Le valdrían de segundo plato en un potencial accidente de avión?".

Bayona escogió a Turcatti como narrador para inundar el guion de esperanza. Eligió el camino luminoso para contar la historia. Quizá no hubiera otra posibilidad. Murieron muchos más de los que se salvaron, pero la hazaña es una linterna tan cegadora como para acabar con cualquier desesperanza.

Ese momento dentro del fuselaje del avión en que, con efecto dominó, se van autorizando unos a otros a comer de su cuerpo una vez fallezcan obliga a Bayona y a cualquiera. ¿Cómo narices vas a otorgar un papel protagonista a lo siniestro?

Las desgracias que aparecen en la película llevan aparejadas, como la cara de la misma moneda, un síntoma del "no" a la rendición. Sin embargo, la incomodidad de Zara, ese odio repentino contra todos los de mi alrededor, me hacía pensar: "No aparece en la peli, pero seguro que también se odiaron". Si algo falta en la película, es la parte menos loable de los accidentados. Los malos sentimientos que seguro experimentaron.

Una curiosidad malsana, un escepticismo galopante, me hizo regresar a casa escuchando un pódcast sobre el mismo asunto. Me había enviado mi hermana la entrevista de Jordi Wild a Carlos Páez, uno de los supervivientes, que cumplió los 19 sepultado bajo la nieve por culpa de una avalancha.

Es una charla de varias horas. Este Wild nos debe hacer reflexionar a los periódicos. En el formato más nuevo de todos, el de los youtubers, realiza con éxito lo más viejo del mundo, el arte de la conversación. Sin pausas, sin ediciones. Admirador de Quintero, pulsa el REC y no mide los minutos. Con Carlitos Páez se fue casi hasta las tres horas.

En una entrevista así, hay tiempo para contar (casi) todo. No operan las exigencias del guion. Y Páez contó eso que a mí también me interesaba. Los accidentados de Los Andes discutieron, se envidiaron, se boicotearon. Nunca con la suficiente firmeza como para echar al traste la resistencia, pero sucedió.

Un día, Carlitos y otros estaban haciendo una cruz enorme en el suelo para intentar que los viera un avión desde el cielo. En el fondo, hacer una cruz era cavar una zanja enorme con esa forma. Mientras Carlitos (así lo llamaban) y otros estaban manos a la obra, había algunos que habían renunciado a arrimar el hombro. Sobrevivían a costa de la resiliencia de los demás.

Quizá no se les pueda culpar, o quizá sí, yo no me atrevo a hacerlo sin haber vivido algo así. Puede que simplemente su autoestima no diera para más. No todos respondemos igual a la tragedia y no somos, en términos morales, mejores o peores por eso.

Pero el caso es que Carlitos cavaba y unos cuantos, a los que él acabó llamando "los jubilados", reposaban en algún lugar. En un momento dado, Carlitos necesitaba algo de peso para ganar en profundidad y le pidió a uno de ellos que se sentara sobre una maleta.

Bajando por Callao, volví a pensar en Zara. ¿Quiénes habrían sido Carlitos? ¿Quiénes habrían sido "los jubilados"? ¿Cómo hubiera actuado yo? Esa es otra virtud del relato de este hombre, y también de la película de Bayona. Nos imaginamos en esa situación.

Salieron adelante sin ser inmaculados. Y el hecho de haber salido tampoco los santificó. Muchos años después, tenían todos juntos un grupo de WhatsApp llamado "Cordillera 2". Se tituló así porque de "Cordillera 1" se fue muy enfadado uno de los miembros.

Respiré tranquilo. Los supervivientes de Los Andes eran realmente como nosotros, como los que habíamos hecho la cola de Zara. Los días que vienen después de ver la película son mejores, de reconciliación con casi todo. Imperfectos, pero cojonudos.

Lo más extraordinario nace en lo terriblemente ordinario. Aquel superviviente volvió al grupo de WhatsApp.