El Gobierno de España cree que en la España que gobierna existe la censura. Lo dice su presidente, en el rifirrafe estrasburgués con Manfred Weber ("¿sabe que están censurando conciertos, películas y obras de teatro?") y en la página 41 de Tierra firme ("están censurando la cultura"). Y lo afirma el nuevo ministro del ramo ("hemos visto estos últimos meses cómo la censura volvía") en entrevista con La Vanguardia el 10 de diciembre.

No es algo nuevo. Ha vivido el esplendor al albur de las retiradas de determinadas actividades culturales en ayuntamientos y comunidades en los que Vox tiene mando en plaza, pero viene de incluso más lejos.

De un tiempo a esta parte, cualquier discrepancia editorial ha sido calificada como "censura". Banalizar esta palabra debería ser una práctica a erradicar. No es únicamente una cuestión de rigor terminológico. La auténtica censura ha condicionado el trabajo informativo y la creación artística de este país durante la mayor parte del siglo XX. Aquellos que han padecido su yugo no merecen esta burla.

Pues claro que es lamentable que concejales veten representaciones de Orlando apalabradas por sus predecesores porque el protagonista pasa de ser hombre a mujer o retiren Lightyear del ciclo cinematográfico veraniego amparándose en que en un plano aparece un beso lésbico. Pero no dejan de ser gestores de espacios haciendo uso de su legítimo derecho a decidir qué se programa en ellos. Cosa distinta es el certificado de meapilismo y estrechez mental que están expidiendo ante sus ciudadanos. La politización de la gestión cultural pública existe y debe ser combatida. Pero sirviéndonos de las palabras precisas. Y que decidan los votantes.

Se emplea "censura" alegremente también cuando una cabecera decide no publicar un artículo o un canal de televisión retira un contenido determinado. Los motivos suelen ser espurios. Generalmente quedan bien englobados en la idea de no molestar al que manda. Pero volvemos a lo mismo. La libertad de expresión no obliga a ningún editor a dar vuelo a algo que no le guste.

Ni el veto de administración pública ni el de empresa privada impiden que el trabajo en cuestión encuentre difusión a través de otros canales cuyos responsables sí deseen dársela. Por eso en España no existe la censura, en contra de lo que declara quien precisamente sería su responsable de ser así.

Quedan aún supervivientes que pueden relatar cómo los guiones de cine estaban sometidos a censura previa. A Luis García Berlanga le suprimieron un simple "plano general de la Gran Vía". "Calla, que este es capaz de sacarnos a dos curas saliendo de Pasapoga", se dice que fue la explicación oficiosa. Ese era el panorama: un productor con fondos y disposición para llevar a cabo un filme podía ver que todo quedaba en agua de borrajas por el capricho de la autoridad competente.

La Ley de Prensa de 1966 fue vista como una apertura tímida: ya no había que mostrar el contenido de un diario con carácter previo. Los secuestros de tiradas completas estaban, en cambio, a la orden del día.

De esa España venimos.

Resulta paradójico que este manoseo del término "censura" coincida en el tiempo con un cierto empeño del Gobierno y los partidos y terminales que lo sustentan en denunciar el exceso de hipérboles en el discurso público.

Aunque a todo nos terminamos acostumbrando, no es fácil mitigar el escozor que ha supuesto una década larga en la que palabras muy sensibles para nuestra "memoria histórica" –exilio, secuestro, preso político– se han prostituido por el mismo independentismo que hoy tiene la sartén por el mango.

Ya sólo pedimos no sumar otra más.