Se lo decía su madre: "¡Pero dónde te has metido, hijo mío!". Tarancón ya vio que Madrid tenía sus propios problemas, y desde entonces sólo han cambiado algunas cosas. 

Madrid es una sede tan grande que no tiene quien la abrace, ni siquiera con la mirada. Pasó de pueblo a ciudad sin solución de continuidad después de la Guerra Civil. Acogió una cantidad desproporcionada de trabajadores y se crearon barrios inmensos para dar cobijo a miles de familias. Pasamos de Pepe Isbert a Antonio Ozores, y donde los problemas de la Iglesia eran los de don Camilo y el honorable Peppone, nos encontramos con los temas de Pasolini.

A Italia le pasó parecido, pero en Madrid la tensión fue de época. Las parroquias ya no estaban en la plaza del pueblo, y en los campanarios no se oía el crotoreo de las cigüeñas. Ahora, la misa se daba en un bajo de Móstoles y en lo alto se ponía la antena de la televisión. 

El nuevo arzobispo de Madrid, José Cobo.

El nuevo arzobispo de Madrid, José Cobo. EFE

Madrid es en sí misma un papelón, porque la cercanía personal que pide la comunicación, y el roce que exige el amor, es muy difícil en una gran ciudad. Por eso en las "políticas de proximidad" de los chavales de Malasaña hay una intuición muy salvable. Pero es tan absurdo convertir Madrid en la ciudad de los 15 minutos como pretender que un obispo madrileño se siente a la mesa del 4ºB de la calle Lozoya de Vallecas. El obispo no llega, y el currante va a tardar cuarenta minutos en ir a trabajar si tiene mucha suerte.

Lo que es fácil en Madrid es muy difícil en Soria. Y lo que para algunos es una ventaja, en realidad es un problema. En Madrid llena una plaza hasta un mitin de Más Madrid. En la capital hay algo que no tiene mérito. Si se trata de abarrotar las calles para manifestarse, los madrileños no tenemos igual. Los de mi pueblo en Castilla lo tienen más difícil.

Este es el contraste que afecta a la Iglesia madrileña, y aquí sí que podemos encontrar matices de evangelización, giros pastorales y diferentes modos de comprender cómo debe estar presente la minoría cristiana.

Es un contraste que en Madrid es exagerado. ¿Llenamos de gente las plazas? ¿O salimos al encuentro del hombre aislado en su soledad? Se pueden hacer las dos cosas, pero lo normal es que al que le resulta fácil una, la otra se le complique mucho.

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La vía de las manifestaciones, las jornadas por la familia, los conciertos y los aeródromos llenos hasta la bandera se ha explorado con un resultado muy desigual y, en algunos casos, decepcionante. La palabra no llega mejor porque se grite más fuerte. No es el altavoz del cabeza de manifestación lo que no funciona. La palabra es más de compartir el pan y el vino, como dice el padre de un buen amigo.

José Cobo, el nuevo arzobispo de Madrid, parece que está más por la vía de la comprensión de qué significa ser presencia cristiana en minoría. Su diagnóstico apunta a que el problema de la Iglesia no es que haya perdido el poder y la militancia, sino que el pueblo, al menos el madrileño, en su progreso y su crecimiento, ha descubierto nuevas formas de tristeza y desolación que no tienen quién las escuche.

No hay enemigos ni culpables, y desde luego que no se trata de reconquistar el poder político. Ha surgido una nueva forma de soledad, y hay que responder con una nueva forma de compañía.