La de la televisión de pago era una historia antipática. Algunas de las razones eran comunes a todo el Occidente desarrollado. Descodificadores aparatosos, instalaciones engorrosas, planes rígidos, tarifas elevadas, sensación de que para acceder a los contenidos deseados hay que pagar por otros que carecen de interés.

Otras razones se circunscribían sólo a España. Había pocos campos más embarrados por la lucha partidista y la baja política. De la polémica por la concesión original a Canal+ (1989) a la guerra feroz de las plataformas digitales de 1997, con Prisa y la recién privatizada Telefónica combatiendo jaleadas por PSOE y PP, respectivamente.

[Canal Satélite Digital y Vía Digital terminaron formando una gran coalición, claro. Pero esa es otra historia].

Hasta los fiascos del primigenio Canal 10 de José María Calviño y el experimento de TDT de pago Quiero TV dejaban a su paso migajas políticas.

Netflix cambió esa historia. Convirtió la televisión de pago en algo simpático, agradable, cómodo. Acorde a los tiempos líquidos. Con el wifi generalizado en los hogares, no hacía falta más que una app instalada en el dispositivo.

Por primera vez, la televisión fue realmente a la carta (el concepto se usó incorrectamente durante décadas para definir lo que no era más que una multiplicidad de menús). Tarifas asequibles y contenido sin cables. Posibilidad de acceder a las series cuyo éxito ya había sido testado en Movistar antes de que Netflix operase en España.

Luego llegarían las nuevas. Al poco tiempo, se sumaron las producciones cinematográficas originales. En un abrir y cerrar de ojos, estos filmes dominaron la conversación pública y las nominaciones de los grandes premios. Como productora de cine, la compañía seguía la senda de los estudios especializados en títulos de prestigio, recogiendo así el testigo de sellos como United Artist, Orion o Miramax.

La prueba del éxito estuvo en el lenguaje. Como el pan Bimbo o el papel Albal, la marca abarcó al producto. "Ver Netflix" se convirtió en sinónimo de consumir televisión de pago. Estar suscrito a esta plataforma en concreto adquirió prestigio social. Permitió que la juventud precarizada pudiera exhibir un rasgo que tiempo atrás hubiera sido considerado opulento. Pagar por el contenido fue al fin un argumento popular en un país en el que la piratería siempre gozó de enorme aceptación.

El periodismo jugó aquí un papel poco decoroso. Netflix daba clics. Y eso se tradujo en un sinfín de no-noticias en torno a la compañía que ya entonces producía sonrojo leer. Las piezas sobre las notas que se escuchan al abrir la aplicación llegaron a ser un subgénero. Ta-dum: La intro de Netflix estuvo a punto de sonar como una cabra, se titulaba una información en la que pudimos leer frases de este jaez:

"En el último episodio del pódcast Twenty Thousand Hertz, el vicepresidente de producto de Netflix, Todd Yellin, ha recordad (sic) cómo en 2015 estaba buscando 'algo que gritara Netflix'. En determinado momento, incluso pensó en que podría ser el sonido de una cabra. 'Me gusta el sonido de una cabra. Era divertido. Era singular. Era nuestra versión de Leo The Lion (MGM)', ha explicado en el pódcast".

Nada de lo anterior se explica sin la posibilidad de compartir las cuentas. Estos días se ha insistido mucho en recordar cómo la propia empresa animaba a llevar a cabo esta práctica mediante comentarios más o menos jocosos en las redes sociales. 

Las cuentas compartidas se acaban porque las cuentas económicas han dejado de cuadrar. La decisión se adopta cuando cunde el temor ante la bajada de suscriptores. Que la situación consiguiera revertirse en el último trimestre de 2022 no les ha echado atrás.

De repente, Netflix ha tornado de Blancanieves a madrastra. Nada de que el mismo perfil se distribuya en varios hogares. Las cuentas más caras añaden la posibilidad de crear usuarios subsidiarios a razón de 6 € más al mes. Los números empiezan a dejar de salirle al consumidor. La oferta ya no resulta comparativamente tan barata como en aquellos años iniciáticos.

Además, hace tiempo que el catálogo de la compañía no resiste la comparación con sus rivales en el mercado. No es ya el aroma woke que algunos le achacan, percibible en productos como un documental sobre Abercrombie casi indistinguible de Shoah. El aficionado al cine sabe que el fondo de armario de la compañía palidece no ya con el de Filmin, sino con el de Amazon Prime. Un par de meses de suscripción al año para echar un vistazo a las apuestas de los Óscar pueden resultar suficientes.

Sarandos y Hastings son unos padres que amenazan ahora con el internado a los hijos a los que siempre permitió fumar porros en la habitación mientras hacían chistes sobre el olor que empezaba a impregnar toda la casa. El cambio de autoritario a flexible es más o menos viable. El camino inverso resulta enormemente complicado.

El éxito de la compañía siempre estuvo en su capacidad de anticipar las necesidades del público. La flexibilidad y la vista gorda fueron una manzana tentadora que la audiencia mordió. Ahora queda saber a quién le va a hacer efecto el veneno.