Decía Foucault que, si pensamos en la mecánica del poder, tenemos que pensar en su “forma capilar de existencia”, es decir, cuando el poder alcanza el cuerpo de los individuos y se inserta “en sus gestos, actitudes, sus discursos, su aprendizaje, su vida cotidiana”.

Pensaba en esto -en el sometimiento que se acepta a lo largo de los años, en la normalización de las violentas presiones y los desprecios, en la asunción tramposa de la culpa- leyendo ayer varias denuncias de trabajadores que acusan al influencer y youtuber Fortfast -más de un millón doscientos mil suscriptores- de haberles vejado e insultado y de haberles pagado una miseria: en definitiva, de haberles explotado laboralmente y, de paso, haberles reventado una exigua autoestima de personas jóvenes, precarizadas y entusiasmadas por poder dedicarse a un trabajo “creativo”.

Con lo denigrantemente baratos que salieron sobre el papel Fran Rodrigo y Raúl González, dos de los denunciantes de esta joyita, se paga caro en psicólogos y en tiempo el recuperarse de un explotador de este calibre. Se paga caro siempre tejer el amor propio tras un golpe jerárquico, reconstruir la dignidad por encima de los gritos: se paga caro, siempre, exigir respeto, hacerse valer y cobrar lo que vale nuestro trabajo, por mucho que ahora se haga desde el ratón, el programa y la tecla, por mucho que tenga trazos artísticos y aspiraciones culturales.

Que no nos despisten: nada diferencia al tal Fortfast de un patrón tiránico, de un amo y señor venido arriba; por mucho que en internet le hagan la ola con su aura progre, por más que se ponga camisetas de los Artic Monkeys y lleve el pelito largo recogido en un moño. Como cubrir de nata y golosinas un pastel podrido. 

Es el epítome de la explotación “cuqui” -creo que esta palabra ya está pasada: igual me estoy haciendo vieja-, subterránea, amable, diríamos cool, porque anda revestida de éxito social, de juventud, de frescura. Es una explotación que se expresa con memes, que se desenvuelve millenial y que viste de chándal y de cazadoras vaqueras con el forro de borrego, heredera pintona de la más rancia violencia social contra los trabajadores débiles.

No hace falta que venga un anciano en traje para decirnos a voces que le demos más caña al curro de la fábrica o que si no mañana estamos de patitas en la calle. El perro es el mismo, sólo que ahora lleva el collar del jijí, jajá, por eso es más peligroso que nunca. Ahora trae legión de seguidores, de admiradores, de influenciados. Al menos antes les veíamos venir de lejos.

Me interesa este abuso -que es el de siempre, el histórico- que hoy te la cuela porque significa modernidad, originalidad, viralidad, pertenencia a un grupito que lo peta en redes: dice Fortfast en su vídeo-respuesta a las acusaciones que él es una persona muy “efusiva” y “emocional” que cuando tiene “confianza con alguien” lo “suelta todo”; que la empresa estaba formada por sus “amigos” y que por eso se tomaba “ciertas licencias” al hablarles en privado. Ya. El clásico “yo es que soy así” de los grandes déspotas, y la difusa línea entre el trabajador y el colega que favorece la trampa.

Hay algo más: la naturaleza de estos trabajos del siglo XXI. Decía Raúl González en su hilo que él fue contratado como editor de vídeo, pero que acabó siendo sonidista, cámara, iluminador, productor, guionista, creativo, comercial y millones de cosas más, “chico para todo”. Este tipo de oficios, en los que a menudo uno acaba por interés personal o por vocación, se acaban convirtiendo en el mayor de los yugos, porque como explicaba maravillosamente Remedios Zafra en El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital (Anagrama, y Premio Estado Crítico al Mejor ensayo 2017), los patrones se aprovechan de la ilusión, del voluntarismo y del esfuerzo emocional de los trabajadores. Ah: esos conceptos tan etéreos que nunca se canjean económicamente.

Es una de las lacras de mi generación, la que se ha criado sorteando una crisis y la otra, la generación hija de la era digital y también del tiempo de los ERES y los ERTES, de todas las siglas que nos asfixian: aquí estamos, jovencísimos pero cada día menos, medicalizados, ansiosos, deprimidos, pagando alquileres devastadores, enganchados a los nuevos trabajos creativos -¿bohemios, liberales, reconfortantes para el espíritu?- que reproducen las opresiones de siempre. Dice Zafra que “la precariedad en los trabajos creativos funciona como forma de domesticación”, y así andamos.

En las denuncias de estos chavales encuentro la vida de muchos de mis amigos: los que llevan redes sociales de empresas, los publicistas, los periodistas, los creadores de contenido -como los llaman ahora-, los comunicadores audiovisuales, todos, todos, todos los que se han tragado que su trabajo vale menos porque se desarrolla en una línea colindante entre la obligación y la pasión. Es mentira. Siempre fue mentira. Señalemos también a los patrones nuevos. A los guapos, a los simpatiquísimos, a los elocuentes, a los henchidos a likes. Mientras sonríen en las fotos a los otros, no nos quitan el pie del cuello.