Esta semana tuvo lugar en el Congreso el primer debate sobre la LOMLOE (“ley Celáa”), que vendría a sustituir a la LOMCE (“ley Wert”), en lo que constituiría la octava reforma educativa que se produce en España desde 1970 (“ley Villar Palasí”). Liquidación, delicuescente, volverse líquido, este es el destino -en el sentido de Bauman, sí- de la llamada, en otros tiempos, “instrucción pública”, y hoy rebautizada como “educación”. Porque, en efecto, la historia de las reformas educativas en España es la historia de una degeneración: de la sólida instrucción decimonónica a la líquida educación del siglo XXI. 

Las etimologías son como píldoras de sabiduría popular encerrada en las palabras, formadas por ese logos común que se deposita en las lenguas naturales, y que fijan los límites de la conciencia lingüística. “Instruir” es palabra que tiene que ver con “construir”, y que procede del verbo latino instruere que significa “levantar, (…paredes, muros)”, esto es, algo sólido que sirva de parapeto (frente a un exterior más o menos hostil). Por extensión levantar un frente en una batalla, armar o proveer de armas o instrumentos que sirva, igualmente, de muro protector.

“Educar”, sin embargo, es palabra emparentada con la latina ducere, conducir, llevar, sacar fuera, y que aparece por primera vez en español en el siglo XVII siendo equivalente a “criar” (crear). La “crianza” o educación era, más bien, pues, un “llevar hacia fuera”, una actividad desarrollada en el ámbito de la familia para (re)conducir a los individuos infantiles y llevarlos a fases adultas (digamos que se trata de poder sacarlos de casa y hacerlos presentables en sociedad). La educación sería, sobre todo, algo así como civismo o urbanidad, esto es, aprender a vivir con decoro como vecino de la ciudad. La educación, entonces, es algo más fluido, líquido si se quiere, en función de las corrientes que marquen los usos y las costumbres cívicas de cada pueblo.

De esta manera, siguiendo la pista etimológica, la instrucción tendría que ver con una sólida formación científica, más allá de todo uso y costumbre popular, aportada por las distintas materias “comunes a todos los pueblos” (matemáticas, física, química, … gramática, retórica, lógica, etc), y que, precisamente, no esté al albur de los vientos y determinaciones circunstanciales, más o menos tradicionales, o al capricho de la moda, sin más. La educación ya sí dependería, como crianza, de la institución de la familia y de los usos y costumbres “propios de cada pueblo”.

Pues bien, ha ocurrido, en este proceso de reforma permanente educativa, particularmente por la influencia de la “pedagogía” como ideología, que la “instrucción” se ha ido desmantelando, sometida a ese “culto pedagógico”, por decirlo con Sánchez Tortosa -esto es, sometida al “populismo educativo”-, por el que las disciplinas son liquidadas, en el contexto institucional de la escuela, en función de intereses espurios (laborales, administrativos, etc), y que terminan convirtiendo la “instrucción” en una “educación” en “competencias” (a través de la noción posmoderna de “escuela comprensiva”) cuyo valor se resuelve por su funcionalidad pragmática (en el mercado laboral, en “la vida real”, etc), despreciando su valor en sí mismo. Es decir, que el valor de, por ejemplo, la geometría no se fija en función de su carácter abstracto, por lo que tiene de puesta en contacto con el mundo “sólido” de las figuras geométricas y la verdad de las relaciones entre ellas (sub specie aeternitatis), sino en función de su carácter pragmático, a capricho de la demanda “líquida” del mercado laboral o profesional. 

Así el “amor eterno” (filo-sófico) por las distintas disciplinas se convierte en un precario “aquí-te-pillo-aquí-te-mato” que dura lo que dura su utilidad pragmática, despreciando, insisto, el valor, digamos semántico, de los contenidos científicos en sí mismos (“y esto para qué sirve”, es la pregunta rodillo que no deja crecer la hierba de la instrucción).

Y es que la disolución “performativa” de los saberes, tal como anunció Lyotard en la “condición posmoderna”, ha liquidado -licuado- la “instrucción” escolar para desvirtuarla en una pedagógica “educación en competencias” cuyos efectos sobre las didácticas de las distintas disciplinas son devastadores, sobre todo por la tremenda carga de burocratización que ello conlleva (los profesores pierden mucho tiempo actualizando “programaciones” y “memorias” cargadas de esa jerigonza pedagógica vacía e incomprensible, en lugar se sumergirse en la didáctica de su propia disciplina). 

Al final el sistema de instrucción se ve salvado, con grandes dosis de autodidactismo, por su propia recurrencia docente (es decir, porque los profesores conocen su disciplina), siendo la institución “educativa” más un obstáculo (burocrático) que otra cosa en la formación de las nuevas generaciones.

Ya Unamuno advirtió, en los albores del siglo pasado, de los peligros del pedagogismo cuando lanzó este consejo a su amigo Rodolfo Llopis: “Solo me queda rogarle que pida a los maestros de esa II Convención que se anden con mucho tiento con eso de la experimentación pedagógica, que el niño no es rana, ni cuíno, no se hizo para la Pedagogía, como el enfermo no es para la Patología, y que no importa tanto cómo se ha de enseñar como qué es lo que ha de enseñar, que del qué ya saldrá el cómo. Adviértales los peligros de ese experimentalismo pedagógico norteamericano, que quita toda el alma a la Enseñanza, que es ante todo arte, y arte poética” (Unamuno, carta a Rodolfo Llopis, 14-I-1930).