Como ver una película de la que sabes el final pero en la que a pesar de todo esperas que ocurra un milagro. Así el debate de investidura, pasando de la perplejidad al desaliento y de éste al enfado y la tristeza.

La premura con la que el ya presidente nos vistió el camino hacia su epifanía nos privó de la de verdad, con su inocencia, su belleza y su ilusión, porque laminó la esperanza de los que ya nos hemos convertido –a sus ojos– en un bando. El de los malos, el de los sin derecho a réplica, el de los otros.

Y convenientemente aislados en nuestra moral pública dudosa, tuvimos que asistir al espectáculo de la humillación, que primero fue la del PSOE pero que en realidad era la de todos los españoles, incluso la de los que creían que eran los suyos quienes se hacían con el poder, por clase, por obreros, por izquierdas, en realidad por nada. La del PSOE del hemiciclo tuvo premio. Pero nuestra humillación, además de sufrirla, la pagaremos.

Pero del debate de investidura no fueron las lágrimas del que ha resuelto su vida (y la de su señora) para siempre, ni ese Rufián retador y chulesco en su mejor versión de jefe del patio, ni el comino de Bassa, tampoco los siniestros extorsionadores de franquicia etarra, ni los chistes malos del que ha llegado al hemiciclo a pillar cacho o los insultos de la cupera en busca de su minuto de gloria. No, lo que me heló la sangre, lo que me confirmó que estábamos ante el final de un ciclo, fueron las palabras con las que el ya presidente de Gobierno se refirió a la Justicia, las que repitieron el resto y las él que no negó.

“Desjudicializar la política”, “judicatura reaccionaria”, “decisiones judiciales que tanto dolor han producido”, “deriva judicial”. No eran los de ERC, o los de Junts no recuerdo para qué, ni los bildutarras, ni los comunistas (que esos vendrían después), sino el candidato a presidente el que inauguraba la sesión del acoso a la Justicia, por conveniencia o por convicción. En cualquier caso, el resultado será el mismo.

“Hay una cosa, por los dioses, que no desconozco, y es que de ninguna protección me va a servir este altar, pero quiero poner de manifiesto que esos no sólo son muy injustos con los hombres, sino también muy impíos con los dioses”.

Quien dijo eso fue el ateniense Terámenes antes de ser asesinado por el gobierno –legítimo– de los Treinta. Un gobierno que él mismo había apoyado hasta que se dio cuenta de que lo que él creyó democracia era tiranía.

Por eso, a pesar de que acogerse a sagrado le convertía en suplicante y no se podía matar a nadie que tuviese tal condición, su amarga reflexión, su certeza de que iba a morir. Porque las reglas ya no existían, porque solo valía la decisión de unos pocos que seguían actuando en nombre de la Democracia, por eso.

Conviene recordarlo: no existe Democracia sin Ley, y lo más importante, en un Estado de Derecho como el nuestro, sugerir una dicotomía entre Democracia y Justicia –como hizo Sánchez– no es sólo frívolo, es suicida.

Respetar las sentencias aunque no se compartan, aunque existan fundadas sospechas de parcialidad (particularmente cuando quien las ha redactado incluye párrafos innecesariamente tendenciosos) ha sido una convención respetada durante décadas por casi todos los dirigentes políticos. Hasta que llegó Podemos, hasta que a los separatistas se les dio una relevancia indebida y ese mensaje antisistema que tolerábamos por residual, se ha convertido en el oficial, y de ese modo se va alfombrando el camino de la tiranía, aunque existan Cámaras en las que votar, aunque haya representantes a los que elegir.

Una Justicia sujeta a los caprichos del que gobierne o una Justicia puesta permanentemente en duda, sólo protege a unos y deja desamparados al resto. Una Justicia así, no es Justicia, es arbitrariedad y donde ésta cabe, no hay ni igualdad ni libertad.

“Nuestros sueños no caben en vuestras leyes”, dijo el portavoz de Bildu. Y Sánchez contestó, amén.