Hace unos días, una joven de 19 años, al entrar a un supermercado en el centro de Madrid, escuchó cómo un hombre de mediana edad, que salía del mismo, la insultaba: “¡puta!”. La joven, tan española como el agresor, pero de aspecto oriental, se asombró, pues no había habido el menor contacto entre ambos. Después, se indignó. Pudo haber replicado con cualquier otro desprecio a quien intentó ofenderla, o haber tenido una actitud agresiva hacia él, pero optó por no contestar para no ofrecer al provocador ni siquiera el aliento.

Me pregunto si Vox ha conseguido no solo fragmentar el voto de la derecha y así darle el gobierno del país a Sánchez; no solo impulsar a los votantes de izquierda a votar masivamente en los últimos y estos nuevos comicios del domingo; no solo llevar a las urnas a muchos que tal vez no pensaban votar, y que ahora lo van a hacer por oposición a potenciales regidores de derechas apoyados por los ultras de Abascal; no solo desplazar a Ciudadanos –sometido también a sus propios errores– hacia un lado, convirtiendo así al PSOE en una opción que se percibe más cerca del centro político, sea esto verdad o no; siendo todo esto malo, me pregunto si lo peor es su intento de blanquear planteamientos xenófobos o su propósito de otorgarle un desdibujado soporte a ideas que se acercan demasiado al racismo.

A pocos días de unas elecciones que, al parecer, volverán a teñir de rojo al país, en esta ocasión en ayuntamientos y comunidades autónomas, los ciudadanos aguardan, expectantes, a la nueva España que se está concibiendo para los próximos cuatro años. Una en la cual los partidos situados en los extremos van a disfrutar de una influencia a la que nunca antes habían optado.

Abascal, partidario de la discriminación, defensor de sustituir las alambradas que nos separan del mundo pobre por muros, pide un “veto migratorio a los países musulmanes”, y quiere “a los españoles primero”.

En su programa, el partido exige la deportación de los inmigrantes ilegales a sus países de origen. Quizá olvida que numerosos subsaharianos han cruzado el desierto a pie; que han pagado a mafias –ojalá no tuvieran que hacerlo– un dinero que no tenían para cruzar esos terribles 14 kilómetros de Estrecho que nos separan de África; que han arriesgado sus vidas para alcanzar un lugar en el que puedan subsistir; que han llegado a Europa huyendo de una existencia envuelta en una miseria tan atroz que, de hecho, no merecía la pena vivirla un día más; quizá olvide que los inmigrantes son personas, y que por eso mismo no pueden ser ilegales.

Este domingo hay otra oportunidad. Los ciudadanos tenemos una nueva cita electoral, y será el momento de decidir qué tipo de políticos locales y europeos queremos que nos representen en Europa y en los territorios del país.

La asociación del discurso de Vox al respecto de criminalidad e inmigración, las arengas que suelta contra lo diferente y su particular cruzada contra la integración de quienes no se parecen a su concepto de aquello absolutamente made in Spain conducen a conductas como la del hombre que llamó puta a la española que no lo parecía. Ojalá que la acción del racista y los apoyos a los partidos que lo alientan se vean pronto reducidos a la marginalidad o que, al menos, se conviertan en una anécdota provisional y desafortunada.