Es justo que Cifuentes dimita por haberse aprovechado conscientemente de una chapuza universitaria -incluyendo un posible delito de falsedad documental- para engordar su currículum. Sin embargo, hay que preguntarse si la inevitable dimisión de la presidenta no cerrará en falso el debate que ha empezado a tomar cuerpo sobre el funcionamiento de las universidades españolas (por ahora centrado, sobre todo, en el tema de los másteres). Un debate que se antoja necesario si tenemos en cuenta que los políticos van y vienen, pero las instituciones perduran. Mis hijos -si algún día los tengo- probablemente no tendrán necesidad de saber quién fue Cristina Cifuentes, pero es muy probable que estudien en universidades españolas, que trabajen con compañeros formados en universidades españolas, y que sean gobernados por políticos egresados de universidades españolas.

En Un momento de descanso, novela de Antonio Orejudo publicada en 2011, un personaje le pregunta a otro: “¿Nunca se ha parado a pensar por qué apenas se han escrito novelas de campus en español?”. La novela recoge de esta forma un lugar común: que el género de novela de campus, o novela centrada en el mundo universitario, no ha tenido en España el éxito que tiene en otros países. Frente a la exuberancia de este género en la literatura anglosajona, que cuenta con títulos como A este lado del paraíso, Lucky Jim, Yo soy Charlotte Simmons o la trilogía del campus de David Lodge, nuestros escritores se han ocupado poco del ambiente universitario (aunque también más de lo que se suele pensar).

En la novela de Orejudo, la respuesta a esta ausencia se plantea desde el cinismo: “es imposible escribir una novela sobre la universidad española que sea elegante y además verosímil”. Otras veces se han señalado cuestiones estructurales, como que los campus españoles, a diferencia de los anglosajones, son lugares donde se trabaja y se estudia pero no donde se vive. Yo diría más bien que esta omisión es un síntoma de la histórica indiferencia que nuestra sociedad ha mostrado hacia el sistema universitario. Es cierto que cuando hay un escándalo como el de Cifuentes se crea mucha atención mediática, y también que al menos una vez al año nos rasgamos las vestiduras al ver que no hay universidades españolas entre las doscientas mejores del mundo. Pero, más allá de estos casos, la sociedad parece contenta dejando el sistema universitario en manos de los sindicatos de estudiantes, los responsables académicos y los políticos.

Esto es un error. Incluso dando por hecho que la buena o mala gestión de esos agentes variará de centro a centro y de comunidad a comunidad, la universidad es una institución nacional. Es demasiado importante como para que no se someta a debate más a menudo, o para que elementos externos a ella no se preocupen por su funcionamiento. Esto, más allá de arreglos legislativos concretos, es lo que sucede en muchos países cuyos sistemas admiramos: las asociaciones de egresados tienen un papel importante en la fiscalización de las universidades estadounidenses, y la BBC emitió recientemente un programa entero dedicado al actual modelo universitario británico, a las críticas que se le han hecho y a las alternativas que se están proponiendo. Las buenas universidades no aparecen por arte de magia ni cobran cuerpo con golpes maestros de legislación, sino que acaban surgiendo en sociedades que se las toman en serio.