Los tiempos que vivimos lo reducen todo, incluidas las proezas y las muertes, a la categoría de hashtag efímero. Sin embargo, el capricho de la atención pública establece entre ellas una jerarquía, que determina que unas sean más efímeras y más livianas en el sentimiento que otras. Y la manera en que se forja y configura esa jerarquía es cualquier cosa menos inocente. Algo se nos ha descompuesto, en el tejido social y en la urdimbre moral, cuando el dolor y el pesar lo son más o menos en la medida en que sirvan, o no, a una agenda previamente estipulada y a los objetivos y a los presupuestos ideológicos de cada cual.

Dos muertes recientes y casi simultáneas, vinculadas a sendas hazañas individuales, lo ponen de manifiesto. Una es la del mantero de origen senegalés Mame Mbaye, muerto a causa de un infarto en el barrio de Lavapiés, Madrid. Una muerte de todo punto deplorable y dolorosa, por muchas razones: la más inclemente, que este hombre llevara catorce años entre nosotros sin hallar la manera de legalizar su situación, lo que, además de empujarle a buscarse la subsistencia con una actividad ilícita, le impedía recibir la atención sanitaria que quizá habría podido paliarle la cardiopatía congénita que padecía. Queda en el aire si además fue objeto de esa persecución policial que unos dicen y que otros niegan, pero en todo caso es de lamentar que la gesta de un hombre que se afanaba por salir adelante a miles de kilómetros de la tierra que le vio nacer quede truncada así.

La segunda muerte es la del cabo primero de la Guardia Civil Diego Díaz, muerto en el curso del rescate de unos ciudadanos cuyas vidas estaban en peligro por la crecida de un arroyo en Guillena, Sevilla. Unos ciudadanos cuyas vidas salvó, a costa de la suya, llevando al extremo esa frase de la vieja cartilla del guardia civil que dice que este, a su presentación, será pronóstico de que quien se ve arrastrado por la corriente será salvado. El cabo Díaz supo serlo, pagando el alto precio de verse arrastrado él para que no lo fueran aquellos a quienes quiso proteger.

Tiene uno la sensación de que estos dos acontecimientos deberían haber suscitado, como poco, una misma consternación, y que ambas personas, tristemente desaparecidas, merecen que se las recuerde y se reflexione sobre el valor de su tragedia. Tiene uno en cambio la sensación, quizá sea errónea, de que uno y otro han recibido una atención desigual, y de que es desigual también el duelo que por ellos se ha expresado. Un rostro se ha visto más que el otro, un nombre se pronuncia más que el otro. Y la razón de que así sea poco tiene que ver con los hechos que a uno y otro malograron, y mucho con el uso al que puede servir, o no, el ejercicio de recordarlos y dolerse de su muerte.

En algún lugar tendremos que tratar de crear un espacio para que el dolor humano sea pesado y medido por sí mismo, y no por su utilidad o inutilidad para tal o cual fin extrínseco a él. En estas líneas va una modesta tentativa de construirlo.