Gregorio Marañón Bertrán de Lis (Madrid, 1942) tiene una relación casi doméstica con la influencia. Por herencia y por méritos propios. En el salón donde jugó de niño, el Conde de Romanones y Niceto Alcalá Zamora acordaron el exilio de Alfonso XIII y la proclamación de la República. Años más tarde, en su casa de hombre casado, comenzó a bombear el corazón de la UCD.

Pudo ostentar un alto cargo con Adolfo Suárez, pero también con el PP y el PSOE. Siempre dijo -y hoy también lo hace- “no”. Su trayectoria profesional le incardina en los poderes fácticos del Estado: del Banco Urquijo a Prisa pasando por el Teatro Real, institución que hoy preside. Forma parte del Consejo de Administración de EL ESPAÑOL, de Patrimonio Nacional y de Cáritas. Tiene voto en la Academia de Bellas Artes de San Fernando.

En 2017, ganó el Mariano de Cavia; un dato relevante, teniendo en cuenta que esta conversación gira en torno a la escritura. Acaba de publicar Memorias de luz y niebla (Galaxia Gutenberg, 2020). La conversación planea sobre todos esos lugares que construyen el carácter de un ser humano: el amor -¡y el desamor!-, el poder, la fe, la relación con el padre, la libertad…

Marañón Bertrán de Lis ha estado en brazos del doctor Fleming, ha paseado con De Gaulle, ha conocido a todos los presidentes del Gobierno español -y a alguno que otro de Francia-… ¡e incluso ha veraneado con la hija de Kennedy! Hoy, camino de su Cigarral en Toledo, responde casi a modo de confesionario. Porque ha escrito toda una vida.

Ya que usted publica sus memorias, comencemos por el nombre. Profesionalmente, ¿le ha ayudado o perjudicado ser “Gregorio Marañón”?

El nombre de mi abuelo sigue despertando innumerables sentimientos de gratitud y admiración que, sin duda, constituyen una sombra benéfica. Pero, al mismo tiempo, su significación es tanta que diluye al que se llama igual. Recientemente, ¡la Casa del Libro le ha atribuido la autoría de mis “Memorias de luz y niebla”! Personalmente, nunca he querido cobijarme bajo esa sombra ni he ido de nieto por la vida, aunque ciertamente su figura sea mi mejor ejemplo.

El índice onomástico del libro es un ‘ejército’ de nobles, artistas, políticos, y empresarios. En su caso, es una circunstancia casi obligada debido al éxito profesional. ¿Alguna vez ha echado de más la relevancia pública?

Nunca he pretendido tener visibilidad pública, y no quiero apartarme de ese propósito.

En la influencia anida el origen de varios pecados capitales. Ahora que echa la vista atrás, ¿se siente preso de alguno de ellos?

Los pecados forman parte de la condición humana, y no conozco a nadie que pueda presumir de no tenerlos, sea o no influyente. Por lo general, procuro no cometerlos conscientemente.

Usted se confiesa católico en el libro. ¿Hasta qué punto es frecuente esa condición en quienes rigen, en público o a la sombra, los destinos de este país?

Antes, la fe formaba parte de un credo político. Ahora, pertenece al ámbito de la intimidad. Por tanto, y a diferencia de lo que sucedía el siglo pasado, los creyentes no van proclamando su catolicismo. Dicho esto: en Europa existe un proceso muy claro de descreimiento, sobre todo en las nuevas generaciones. Creo que se debe a una falta de formación teológica.

¿Por qué?

La fe que recibimos de niños se queda pequeña si no se sostiene con un andamiaje intelectual. Ante esa carencia, se torna algo mítico… y la dejamos atrás. La Iglesia, que hace enormes esfuerzos por adaptarse a los tiempos que vivimos, va bastante por detrás de la realidad. Por ejemplo en lo que se refiere a la participación femenina. Es una tarea pendiente.

¿Empieza a ocurrir con el catolicismo algo parecido a lo que sucede en amplios sectores de la masonería? Una especie de complejo a la hora de mostrarlo.

En tiempos de dictadura, era la religión oficial y eso lo impregnaba todo. Ahora, quizá por una reacción extrema a esa circunstancia, la religión se ha atrincherado en la intimidad de los ciudadanos. Sí percibo un cierto rubor a la hora de definirse creyente. Yo no lo pongo en mi tarjeta de visita, pero me parecía que sí debía dejar constancia de ello en mis memorias.

Gregorio Marañón y Bertrán de Lis, en brazos del doctor Fleming. Cedida por el entrevistado

Suele decir que su maestro fue, sin duda, su abuelo paterno. El talento médico y literario de Marañón es lugar de consenso, pero, ¿por qué era tan especial en las distancias cortas?

Nos transmitía los mejores sentimientos: un cariño inmenso, su plena solidaridad, el interés por todo lo nuestro… Lo mejor que puedo decir es que en su intimidad se comportaba con una asombrosa normalidad, no descubrías en él a ese ser excepcional que reconocían quienes le trataban. La fuerza de su personalidad se descubría en el espejo de los demás, en las sensaciones que generaba.

¿Qué planes hacían juntos?

Me llevó al cine, también a los toros. Me sorprendía, en relación a lo que comentábamos antes, la reacción de los presentes cuando entrábamos nosotros. Sobre todo en misa. Los comentarios en los bancos… Yo era un niño y siempre tenía la sensación de que iba con alguien muy importante. ¿Me permite una anécdota?

Adelante.

Para ir del Cigarral al casco histórico de Toledo, hay que pasar por un barrio sencillo, en aquella época muy humilde. En ese tiempo, las diferencias entre ricos y pobres se planteaban en términos de hostilidad. Cuando aparecía mi abuelo, siempre salían para pedirle que visitara a algún enfermo o a entregarle algo en señal de gratitud. Le querían mucho.

Durante los disturbios estudiantiles de los años cincuenta, la policía llamó a mi abuelo para que no saliera de casa. Estaba en las listas de aquellos que perseguían a la "antiespaña"

Exiliado republicano, regresó a la España de Franco en 1942, justo cuando nació usted. ¿Por qué Gregorio Marañón prefirió la dictadura al exilio?

Prefirió vivir en su país, aunque fuera bajo la dictadura, pero como buen liberal estuvo siempre comprometido con la causa de la libertad. Pocos son, si es que hay alguno, los exiliados que no retornan cuando las circunstancias se lo permiten.

¿Recuerda alguna anécdota o conversación concreta que ilustre esa pesadumbre de su abuelo por vivir en dictadura?

A mediados de los cincuenta, durante los disturbios estudiantiles, la policía llamó a mi abuelo para pedirle que no saliera de su casa. Estaba en las listas de aquellos que perseguían a los representantes de la “antiespaña”.

¿Marañón llegó a tratar personalmente con Franco?

Coincidieron en acto del Instituto de Investigaciones Científicas. No recuerdo los detalles, pero mi abuelo era el presidente de uno de sus institutos. Franco fue a la inauguración. Mi abuelo tuvo que decir unas palabras. Recuerdo su zozobra previa, su duda: no sabía si debía ir. Tampoco he olvidado esa curiosidad familiar acerca de cómo se iba a desarrollar el acto.

El doctor Marañón, en el Cigarral de Toledo, junto a hijos y nietos. Cedida por el entrevistado

Muchos años más tarde, muerto mi abuelo, Franco envió a mi padre una foto de aquel día. La dedicatoria no estaba muy bien redactada. Decía algo así como “en recuerdo de un español eminente”. Mi abuelo pasaba los veranos en San Juan de Luz para poder estar con sus amigos socialistas y nacionalistas. Cuando regresó a España, no le restituyeron inmediatamente ni la cátedra ni su puesto en el hospital provincial. El Cigarral estuvo embargado hasta 1947 para responder de sus "responsabilidades políticas".

Imagino que a algunos ilustres republicanos no les gustó el gesto, al igual que insignes franquistas recelaron de su vuelta.

Sus amigos del exilio se alegraron con su vuelta y con la de Menéndez Pidal, Ortega, Pérez de Ayala, Azorín… Fernando Valera, presidente de la república en el exilio, afirmó, cuando mi abuelo murió, que su muerte la habían sentido las tres Españas: la España oficial, la España del exilio y la España callada del interior.

El recuerdo de su padre, sin embargo, es bastante agridulce. Gregorio Marañón Moya regresó a España en plena guerra para alistarse en el ejército sublevado. ¿Aquello distanció a los dos Gregorios?

No fue un caso único. Mi padre pasó, siendo estudiante, de militar en la FUE a hacerse falangista, y, desde el exilio, regresó a España en 1937, cuando tenía 22 años. Como es natural, la principal preocupación de sus padres fueron los riesgos que comportó su decisión de incorporarse al ejército nacional en plena guerra.

¿Y en cuanto a la relación entre ambos?

Padre e hijo representaron paradigmas muy distintos, es cierto, pero su relación no se vio afectada, probablemente por ese talante liberal de mi abuelo, que respetaba a los distintos, y por la veneración filial que sentía mi padre. Cuando mi abuelo regresó del exilio, en 1942, mi padre había dejado sus cargos políticos. Luego, fue consejero nacional del Movimiento, embajador en Argentina y director del Instituto de Cultura Hispánica, pero mi abuelo ya había muerto entonces. Creo que no fue casualidad.

En el libro, relata una escena que pone los pelos de punta. Cuando la policía se presentó en su casa por pertenecer usted a un “grupo clandestino contrario al Régimen”, su padre le dijo: “Tus amigos vendrán un día a matarme”. Le respondió: “Tu generación fue la que amparó, en los dos bandos, el fusilamiento de los contrarios. La mía jamás matará al que piensa de manera distinta”.

Durante el proceso de escritura, he ido recuperando poco a poco la figura de mi padre. No me adoctrinó políticamente y me respetó siempre. Su única reacción negativa en este ámbito fue esa que usted comenta. Creo que mi respuesta le sorprendió por su firmeza. Más allá de esa recriminación, nunca más me hizo ningún comentario político.

Su abuelo materno fue asesinado en 1936 por su condición de aristócrata. Le fusilaron en las tapias del cementerio de Aravaca. Una vez, encontró un papel donde aparecían las identidades de quienes apretaron el gatillo, pero decidió romperlo.

Nunca me he arrepentido de haber reaccionado así. El olvido voluntario es una forma de perdón. Quise hacer ese gesto, no quería acuñar nuevos rencores.

He detectado una diferencia notable entre su abuelo y usted. Él, de joven, soñaba con ejercer “modestamente” la medicina y disfrutar del amor al resguardo de un pueblecito. Usted, con diecinueve años, dijo en una entrevista que le gustaría “influir en su generación”. ¿Lo tenía claro?

Nunca me he comparado con mi abuelo, tampoco en esto. Pero, siendo cierto que tuvo aquel pensamiento, también sintió, desde muy joven, una sana ambición profesional como clínico e investigador, y se comprometió con su país hasta el punto de ser encarcelado por Primo de Rivera y fundar la Agrupación al Servicio de la República. A mí me felicitó muy efusivamente por aquella entrevista. En cuanto a mí, no es que quisiera influir, sino participar decisivamente en un proyecto generacional de cambio político.

De todos los personajes que conoció a través de su abuelo, ¿cuál fue el que más le impactó? ¿Quizá De Gaulle?

De Gaulle, ciertamente, me impresionó muchísimo, aunque cuando le conocí mi abuelo ya había fallecido, y yo tenía ya mi propia familia.

Puede sonar grandilocuente, pero hablar con De Gaulle era como hablar con una nación. Desprendía una sombra de Historia

¿Cómo era De Gaulle?

Sentí algo que jamás he sentido con otra persona. Sé que puede sonar grandilocuente, pero hablar con él era como hablar con una nación. Y no porque engolara el ademán, sino porque desprendía una sombra de Historia. Trascendía a sí mismo, dentro de la enorme cordialidad con la que nos trató. Fue tras una visita que hizo a Franco.

¿Y qué dijo de Franco?

Mi padre le preguntó por Franco y esperó una respuesta que ilustrara una conversación de general a general, de jefe del Estado a jefe del Estado. De Gaulle contestó en un tono algo despectivo: “¡Pero si es un anciano!”. Y el que estaba a punto de morir era él -se ríe-. Fue su forma de lanzar una crítica velada. Por cierto, se quedó a dormir en el Cigarral porque no quiso ser huésped de Franco en Madrid.

En el centro, el general De Gaulle; a la derecha, Gregorio Marañón y Bertrán de Lis. Cedida por el entrevistado

Entre aquellos que ha conocido ya de adulto, ¿quién le ha impresionado?

Entre los que he conocido más recientemente, con mi inveterada francofilia, destaco a Manuel Valls, con quien, además, he llegado a establecer una profunda amistad.

En la Transición, cuando era director general del Banco Urquijo, advirtió de los riesgos que suponía la presencia de los bancos en el accionariado de los medios de comunicación. En ese sentido, ¿los medios son hoy más o menos independientes?

Los periódicos son independientes en la medida en que lo son económicamente.

Dicho de otra manera: ¿los periódicos pueden sobrevivir sin los bancos?

Los periódicos necesitan de los bancos como financiadores al igual que cualquier otra sociedad, pero no como accionistas.

Tanto en la Transición como en la actualidad, usted ha sido anfitrión de cenas entre periodistas, políticos, empresarios y banqueros. ¿Cuál de estos colectivos cree que tiene, en la actualidad, una mayor preponderancia?

En general, procuro cenar en casa, tras una jornada agotadora de casi doce horas. Pero, ciertamente, almuerzo y me reúno con muchas personalidades como las que me pregunta. Hoy creo que son los políticos quienes tienen más preponderancia, y no es malo, siempre que no invadan los terrenos que corresponden a los otros colectivos de la sociedad civil.

¿Por qué?

Basta ver la relación entre un banquero y un político en ejercicio. El banquero le rinde respeto. La mayor parte de los empresarios, por otro lado, depende en gran medida del Gobierno: medidas fiscales, medioambientales, licitación de operaciones… Creo que esa preponderancia es ley de vida, ya que la preponderancia está en manos de quien otorga la autorización, no de quien la pide.

¿Esas cenas podrían catalogarse como “conspiraciones”?

Cualquier encuentro social puede ser una conspiración en la medida en que tenga un carácter reservado.

¿No es esa la respuesta de un conspirador?

-Se sonríe-. En la Transición, conspiramos más en casas de ejercicios espirituales que en restaurantes.

La cultura es estratégica, pero en España no se le da esa consideración; ni en la sociedad civil ni en el ámbito político

La cultura es otra de sus grandes pasiones, quizá la que prime sobre todas las demás en esta etapa de su vida. ¿Sigue siendo un bastión de influencia?

La cultura tiene un valor estratégico, y llevo años propugnando que, en España, tanto los políticos como la sociedad civil lo reconozcan. Por mi parte, he llegado siempre a las instituciones culturales con la voluntad de servirlas desinteresadamente, y nunca por razones de influencia… aunque la influencia puesta al servicio de la causa cultural sea benéfica.

¿Cree que nos gobierna -también en la oposición- la generación de políticos menos cultivada de la Democracia?

Adolfo Suárez, que fue tan decisivo en la Transición, no era una persona culta, por citar un ejemplo muy significativo. Lo reitero: la cultura es estratégica y, en España, no se le da esa consideración, ni en la sociedad civil ni en el ámbito político.

En las páginas de “Memorias de luz y niebla”, diagnostica que los mejores no están en los gobiernos, entre otras cosas, por el bajo sueldo que obtienen. ¿Cuánto debe cobrar un presidente? ¿Y un ministro?

No digo que los mejores no estén en los puestos de mayor responsabilidad, pero sí afirmo que el sistema de retribución de los políticos y las incompatibilidades que se les aplican no está diseñado para atraer a los mejores. Y lo creo firmemente. A eso se añade el coste de estar sometidos a una permanente crítica, muchas veces injustificada.

Permítame la indiscreción, se lo pregunto así porque es un tema que usted trata desacomplejadamente en el libro. Se ha casado tres veces. ¿El divorcio es un mal endémico entre los empresarios importantes?

La ruptura de una relación sentimental, sea o no un matrimonio, es algo doloroso y, casi siempre, la responsabilidad es compartida. Y, por supuesto, esta experiencia es transversal, forma parte de la experiencia humana, sea cual sea la dedicación profesional de la pareja.

Por cierto, leyéndole queda de manifiesto la poca presencia de mujeres en las grandes operaciones empresariales de los ochenta y noventa. ¿Cree que se ha roto el techo de cristal?

Afortunadamente, se han dado pasos de gigante en la lucha por la igualdad, pero aún queda mucho camino por recorrer.

En la biografía de Rubalcaba que ha publicado Antonio Caño queda de manifiesto la falta de voluntad negociadora de Rajoy. El presidente dejó en un cajón la propuesta del entonces líder socialista para reformar la Constitución. Fue, en cierto modo, el prólogo a la actual inexistencia de puentes entre ambos partidos. Usted, en su libro, refleja dos situaciones similares.

Sí. En enero de 2012, un ministro del Gobierno de Rajoy me pidió que terciara precisamente con Rubalcaba para lograr el apoyo del PSOE a una importante iniciativa de Moncloa. Rubalcaba no solo accedió, sino que me pidió que transmitiera un mensaje a quien me enviaba: quería diseñar una agenda de temas a tratar entre PP y PSOE.

¿Qué contestó Moncloa?

"Lamentablemente, esa agenda está cerrada".

¿Y la segunda situación similar?

Cuando el conflicto catalán todavía estaba germinando, Alierta y Fainé -presidentes de Telefónica y La Caixa- trabajaron para facilitar una reunión entre Mas y Rajoy con el fin de que aproximaran posturas en una serie de puntos previamente convenidos entre Moncloa y la Generalitat. Cuando estaba todo preparado, Rajoy contestó que no consideraba procedente el encuentro. Sin palabras.

Como hombre de centro, ¿puso muchas esperanzas en Ciudadanos? ¿El proyecto tendrá una segunda vida?

En general, soy partidario del bipartidismo. Nuestra experiencia histórica también enseña su conveniencia. Al margen de ello, tengo simpatía por Ciudadanos y ojalá tenga una segunda oportunidad, pero tiene que recuperar su capacidad de pactar con ambos lados.

Pudo tener un cargo importante con la UCD, ser ministro de Cultura con el PSOE y consejero de Cultura en la Comunidad de Madrid con el PP. ¿Se ha arrepentido alguna vez de haber declinado las ofertas?

Sinceramente, no. Hubiera tenido que cambiar completamente mi vida para ejercer un mandato efímero. Desde la sociedad civil también se hace política porque ésta, en una democracia, compete a todos los ciudadanos. Sigo en esa orilla.

Bancos, instituciones culturales, grandes empresas… Si pudiera elegir un último puesto para poner la guinda a su carrera, ¿cuál sería?

Ocuparme del Cigarral de Menores... Pienso que tardaré aún bastante tiempo en poder dedicarme a ello como quisiera, pero me hace mucha ilusión tenerlo en el horizonte.

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