Josef Stalin volvió a las calles de Moscú hace unos días, cuando Stanislav Voltman, un animoso emprendedor ruso, abrió un puesto de kebabs bautizado con el nombre del exdictador soviético. Tras 24 horas, 200 kebabs vendidos y miles de protestas, el negocio tuvo que cerrar y su dueño acabó en la comisaría.

"Me preguntaron directamente si tenía la cabeza jodida; ni que hubiera usado a Adolf Hitler como nombre para mi tienda", dijo. La anécdota, y el hecho de que el Stalin Kebab cosechase amenazas, pero también muchas felicitaciones, pone de manifiesto que la sombra del dictador soviético sigue presente, incluso en la Rusia actual.  

En el local moscovita, cuyos empleados vestían el uniforme de la NKVD, la policía política que con el tiempo se transformaría en el KGB, el menú tenía como estrella el kebab Stalinskaya, con doble ración de carne ("mayor y más rico", según Voltman), sin aclarar si se trataba de una referencia al apodo de "carnicero" que el dirigente soviético se ganó por provocar la muerte de millones de compatriotas.

Las otras especialidades también tenían nombres que auguraban una mala digestión, como el kebab Beria, nombrado en "honor" del jefe del servicio secreto entre 1938 y 1953 y que, por ejemplo, consiguió el permiso por carta del "gran camarada" para fusilar a 346 personas. En la única jornada que el pequeño local permaneció abierto, un cartel saludaba a los clientes con el lema ahora la vida es mejor, ahora somos más felices, acuñado por Stalin.  

Lo cierto es que Stalin es hoy día más popular en Rusia de lo que fue jamás en vida. Una encuesta reciente dice que el 70% de los rusos ve como positiva su contribución a la historia. Tal vez tenga algo que ver en ello la ambigua -en el mejor de los casos- postura del Kremlin al respecto.

El propio Putin, que se ha resistido a juzgar el legado estalinista, se ha limitado a calificar como "figura compleja" al hombre que, lo mismo que convirtió a un país arrasado en una superpotencia, no titubeó a la hora de segar millones de vidas para conseguirlo y aterrorizaba con sus purgas a todos los que le rodeaban. El propio ministro de Defensa ruso no duda en reivindicar sin reservas el nombre de Stalin: "¿Por qué vamos a avergonzarnos de él, porque lo digan los extranjeros?".

Hace poco, una comedia inglesa titulada La muerte de Stalin fue calificada por el ministro de cultura como "la cosa más repugnante que he visto en mi vida" antes de prohibir su estreno en el país. La hija del general Zhukov, considerado un héroe nacional por liderar la lucha contra el ejército nazi en la Segunda Guerra Mundial, publicó una carta criticando el film, al que calificó como "un acto de guerra cultural". 

La casa de Stalin, museo

La casa de Gori, en Georgia, donde nació Josif Stalin, es hoy un museo y centro de peregrinación para nostálgicos de un pasado que en muchos casos les queda demasiado lejos en el tiempo y que se podría comparar al Valle de los Caídos español.

La modesta vivienda donde nació "un santo secular" es, como no podía ser menos, un rendido homenaje a todo lo que creó, transformó o incluso destruyó Stalin: en un rincón de la exposición se mencionan, junto a unas pocas fotos, los "tremendos sacrificios" a los que arrastró a su pueblo el hombre de acero ("stali" significa acero en ruso).

Frente a tanta exaltación metálica y soviética, el plástico chino de los recuerdos para turistas que inundan Gori recuerda al visitante que las cosas han cambiado mucho en los casi 70 años que han pasado desde la muerte del "gran camarada". "Un gran hombre para grandes momentos de la historia. Del subdesarrollo a liderar la carrera espacial", reza la nota en inglés dejada por alguien en el libro de visitas.    

Mientras los libros de historia del resto del mundo –con la posible excepción de Bielorrusia- retratan a Stalin como a un líder totalitario, paranoico y sin la menor compasión por el pueblo, en la catedral ortodoxa inaugurada cerca de Moscú el año pasado se puede ver su efigie compartiendo lugar con ángeles, cañones y campesinos.

La imaginería soviética en todo su esplendor, con un Stalin presentado como magnánimo y protector, como un visionario que cambió el rumbo de la historia. En las últimas décadas, la rehabilitación de la memoria de Stalin ha ido pasando de referencias aisladas por parte de las autoridades ("tenía cosas positivas", dijo Putin en 2007) al enaltecimiento explícito. Por ejemplo, en 2016 se nombró a Olga Vasilyeva, una ferviente estalinista retroactiva, como ministra de Educación. Un año antes se inauguró un museo dedicado a Stalin.   

Estatua de Stalin

No sólo las instituciones rusas se empeñan en presentar el pasado bajo una luz favorable al dictador. El verano pasado, un empresario ruso pagó con su propio dinero una estatua de bronce de Stalin hecha de bronce y de tres metros de altura. A la inauguración asistieron cientos de vecinos y en su arenga, el empresario anunció que había comprado terrenos para instalar un museo estalinista si le quitan "su" estatua.   

El esperpéntico caso del kebab moscovita resultó ser un torpe intento de tener publicidad gratuita (el dueño dijo que esperaba un poco de atención "aunque no esta histeria, esta locura").

Pero en nuestro propio país también hay locales dedicados a enaltecer regímenes sangrientos y personajes infames.

Los "bares franquistas" que exhiben botellas de vino con la efigie de Franco en la etiqueta ("cosecha del 39") y presentan menús con "chorizos rojos" o "huevos rotos fusilados", subsisten gracias contar con una clientela afín y que parece añorar las páginas más negras de nuestra historia reciente, las hayan vivido o no.

Dando otra vuelta de tuerca, el inefable Alejandro Cao de Benós, cuyo entusiasmo por el régimen de Corea del Norte le ha valido la nacionalidad de ese país y ser el primer representante en occidente del dictador Kim Jong-un, ha abierto hace poco un sótano donde pueden reunirse los simpatizantes de un tirano que mantiene bajo su yugo a 25 millones de personas. 

Reinterpretar el pasado desde un presente más cómodo es fácil y, como demuestran estos avispados hosteleros, puede ser hasta rentable. A falta de una legislación que limite el exhibicionismo y promoción de gobiernos y villanos que no consentirían nada similar bajo sus regímenes, Stalin, Franco y personajes similares seguirán despertando una fascinación insana legitimada por el marketing.

En octubre del año pasado, una barra de bar con la forma de la bola del mundo que estaba instalada en el yate de Hitler se subastó por cientos de miles de euros. 

Curiosamente, quienes deberían estar más interesados en la historia de Stalin, como su propia nieta, son a veces quienes más tratan de huir del pasado. Chris Evans, de 47 años es hija de Svetlana Alilúyeva, la única hija que el "hombre de hierro" tuvo en su breve matrimonio con Nadezhda Alilúyeva (que se suicidó a los 32 años).

Hoy, Evans vive en un suburbio de Oregón, en Estados Unidos, luce una estética punk con tatuajes que según el Partido Comunista ruso "deshonra la memoria de su abuelo" y jamás ha pisado suelo ruso. Es budista y tiene un anticuario. 

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