Erigir o derribar la estatua de un personaje histórico es un acto político, una interpretación de la historia. Desde la inauguración solemne y oficial hasta el arrebato violento e iconoclasta de su destrucción, muchas estatuas cumplen una especie de ciclo vital que, como todos los ciclos, tiene un principio y un fin.

A veces, ese fin es violento, como en el caso de los monumentos sudistas de Estados Unidos, y a veces algunas estatuas, como las de Stalin o Lenin, terminan en parques-museo, donde languidecen desde hace décadas y que han pasado de ser héroes a ser villanos y finalmente permanecen como una curiosidad kitsch o en el mejor de los casos una obra de arte menor.

Las oleadas de protestas civiles que están sacudiendo al mundo recientemente, como el movimiento antirracista de Estados Unidos y su eco en varios países de Europa, incluyen casi siempre la destrucción de un símbolo de este tipo.

Desde la retirada del monumento al general Lee (confederado y esclavista), pasando por el derribo de la estatua de Leopoldo II en Bélgica (“propietario” del Congo y explotador de sus riquezas y gentes), son los ciudadanos, por oposición a las autoridades, quienes dejan testimonio de su manera de entender la historia o de (re)interpretarla.

Los habitantes de Bristol que tiraron al río hace unos días la estatua de Edward Colston, el inglés que en nombre de la Royal African Society comerció con 80.000 vidas, no eran descendientes de los 20.000 esclavos que murieron para enriquecer a una industria infame. Pero querían expresar su rechazo a un pasado falseado (Colson pasó a la historia como benefactor de obras benéficas) que impone como héroes a quienes eran, simplemente, importantes. 

Testigos de la historia

Muchas estatuas de la era comunista han encontrado en países como Hungría, Rusia o Lituania un lugar seguro donde seguir teniendo una función indiscutible: ser testimonios de una parte de la historia que unos hicieron y otros sufrieron pero que, como se suele decir, no deberíamos olvidar para no repetir.

El Memento Park, en las afueras de Budapest, exhibe 42 esculturas, algunas de ellas gigantescas, de Marx, Lenin, Stalin o Engels. En un paraje un tanto desangelado que atrae solo a los turistas mejor informados, la colección de estatuas que llenaban las mejores plazas de la ciudad sirven hoy para dar sombra en los días de más calor y para que algunos pájaros hagan su nido invernal.

Monumento al campesino en el Memento Park

El cobre, el bronce o el muy estalinista hierro se muestran como pedazos de historia condensada en forma de bustos, estatuas o murales metálicos del típico estilo brutalista y simétrico que evoca al instante el pasado soviético de esta zona de Europa.

Pocas estatuas desmienten mejor la vocación de eternidad de estos monumentos que un par de botas –las temidas botas de Stalin- que permanecen, como parte de una gran ex-estatua, en lo alto de un pedestal de ladrillo.

Otras estatuas de campesinos airados o de Lenin arengando a unas masas imaginarias parecen desgañitarse en vano, incapaces de romper el silencio que encuentran aquellos a quienes nadie quiere ya oír. Una pareja de visitantes alemanes cuenta este periódico por teléfono cómo “encontrar aquí estas piezas, fuera de su época y contexto, da una idea más realista de lo que en realidad eran: es como ver al coco que te daba miedo de pequeño cuando ya eres mayor. Ya no da miedo.”

Depósito de estatuas comunistas

En Lituania, otro país al que la historia colocó en el lado del telón imaginario que, como una estatua más, también fue derribado, se encuentra el Parque Grütas. Más conocido como “Stalin World” o “Mundo de Stalin”, este lugar es mucho más que un museo-depósito al aire de cientos de bustos y estatuas de líderes comunistas lituanos, además de decenas de “lenins”, “marxes” y “estálines” cuya individualidad queda degradada a la categoría de sustantivo por encontrarse a decenas.

Parte de los terrenos del Grütas, a unos 120 kilómetros de Vilna, se sitúan en los humedales de un parque nacional. Unas cuantas hectáreas se han dedicado a reproducir un “gulag” o campo de trabajos forzados de la era soviética, con un vagón de tren para transporte de prisioneros (hoy turistas), torres de vigilancia y alambradas.

La entrada a este túnel del tiempo que intenta reproducir la expresión más oscura del comunismo incluye la visita a un mini zoo y un pequeño parque de atracciones para niños. Para quienes necesiten aún más surrealismo, un dato: este parque fue construido por el magnate Viliumas Malinauskas, que se hizo millonario exportando setas a occidente. El parque ganó el Ig-Nobel o anti-Nobel de la Paz de 2001.

En Moscú, donde Putin acaba de inaugurar una “catedral roja” para conmemorar el 75 aniversario de la derrota nazi donde se exhiben piezas de artillería, escaleras hechas con acero nazi fundido y el omnipresente Stalin comparte vidrieras con la virgen, los más nostálgicos pueden dirigirse al "Parque de los Héroes caídos", donde más de 1.000 piezas escultóricas (y otros cientos más almacenadas por falta de espacio) intentan todavía irradiar algo de respeto y admiración, como talismanes desgastados.

A su alrededor, los terrenos donde se situó el primer campo de fútbol de la ciudad se han convertido hoy en un espléndido parque moderno, con pistas de skate, cafés al aire libre, exhibiciones de arte moderno y no político e incluso un festival anual que congrega a artistas de medio mundo.

El interés histórico de este lugar no se reduce a la simple contemplación de efigies genéricas de los grandes camaradas de antaño. También se pueden encontrar esculturas hechas con técnicas especiales para que su reducido peso permitiese llevarlas en muestras itinerantes a otras repúblicas soviéticas, así como muestras del arte pacifista –que lo había- que muchos artistas de la URSS plasmaban en sus obras de la mejor forma que la censura les permitía.

El “presentismo” o empeño por juzgar cualquier hecho histórico desde el pedestal del presente, permite criticar fácilmente cualquier tiempo pasado que, efectivamente, no fue mejor en muchos casos.

Pero ataques ciegos a estatuas de Colón, Kosciusko, Cervantes o muchas otras figuras históricas no son, tal vez, las maneras más pertinentes o efectivas de rectificar un pasado que no se puede cambiar. Desde el famoso derribo de la estatua de Saddam en Bagdad en 2003 (preparado como una operación propagandística) hasta la escena final de “El Planeta de los Simios”, cuando Charlton Heston descubre la Estatua de la Libertad en mitad de una playa, las estatuas son símbolos del poder, su esplendor y declive. Antenas de ideologías, gritos de libertad petrificados y muestras de los continuos cambios en la historia y también de nuestro empeño por repetirla.

En Alemania se acaba de inaugurar una estatua de Lenin.

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