Río de Janeiro

Cualquiera que haya pateado los pasillos de Brasilia en los últimos meses o que haya escuchado lo que en ellos se barruntaba sabía que llegaría el día en que Lula da Silva sería llamado por la justicia para responder a acusaciones de corrupción. Pero cuando el día llegó, todo explotó como si nadie lo hubiera previsto, pensado, ni siquiera visualizado en sueños. Y ahora que la bomba explotó, el análisis mayoritario apunta a que sólo es la primera detonación de una larga traca, la punta de un iceberg gigante.

En cualquier caso, el 4 de marzo quedará como el día en que la justicia tocó, siquiera con la punta de los dedos, a Lula da Silva. Más allá de su envoltorio -“un espectáculo mediático”, según el propio Lula-, nadie, ni el propio presidente, niega la importancia capital de un operativo que empezó con un aviso de registro y terminó con gritos, peleas y Lula jaleado como siempre por sus seguidores y denostado como nunca por sus detractores.

La polarización extrema queda ya como el efecto colateral más evidente del día que la oposición denominó “el principio del fin”, tómese como se tome: el fin de la idea de Lula como aspirante a presidente de nuevo en 2018, el fin de Dilma como presidenta, el fin del propio Partido de los Trabajadores (PT). En cualquier caso, la debacle para el partido de gobierno.

El expresidente Fernando Henrique Cardoso acuñó el término “lulopetismo” para referirse al período de gobierno del partido de la estrella roja, de 2002 a la actualidad, pero la lectura entre líneas apunta a aquellas prácticas espurias, en opinión de Cardoso y la oposición, que ha ido llevando a las comisarías y luego sentando en los banquillos a la plana mayor del PT.

Primero, con el Mensalão, un escándalo de reparto de sobres a parlamentarios para que votasen favorablemente al Gobierno Lula, y que terminó con el brazo derecho del líder y hombre fuerte del PT, José Dirceu, en la cárcel. Y ahora con el Petrolão o Lava Jato, una trama que empezó investigando lavado de dinero sin mayores pretensiones y ha terminado poniendo patas arriba la mismísima Brasilia.

Petrolão, una hidra con innumerables cabezas

Sería difícil encontrar una trama con tantas derivaciones como esta: ha hecho pasar a Petrobras de ser la mayor empresa de Brasil a la más endeudada, ha llevado a prisión a políticos y empresarios –los presidentes y altos cargos de las mayores constructoras del país-, ha conseguido poner con un pie fuera del Congreso a su presidente, Eduardo Cunha, y ahora se ha llevado por delante al mayor símbolo político del país.

El día siguiente al de Lula sentado durante tres horas dando explicaciones de su patrimonio a la policía federal es impredecible, pero el efecto práctico apunta ya no hacia Lula sino hacia Dilma Rousseff.

Ella es la que más pierde de puertas afuera y es la que gana en el pulso con Lula. Lo niegan en el palacio de Planalto pero es fehaciente según diversas fuentes del partido: que Lula y Dilma, padrino y ahijada, mantienen una relación más que tirante, uno porque piensa que la otra dilapidó el rédito político y económico de sus ocho años en el poder y la otra porque cree que la herencia maldita recibida, como se llamó a los políticos corruptos que se quedaron cuando Lula dejó el poder, ha ido demasiado lejos.

La armonía que muestran en público y se empeñan en corroborar sus colaboradores se puede resquebrajar ahora: es un sálvese quien pueda en toda regla. En la reunión que este viernes mantuvo Rousseff con alcaldes sorprendió a más de uno, de hecho, su entereza en tal día como éste. Dijo, según los presentes declararon a la prensa local, que Rousseff les transmitió que la operación fue “exagerada”, pero no fue más allá y se mostró tranquila y serena.

En lo inmediato, sin embargo, la palabra la tiene la calle. Aún no había terminado el registro en la casa de Lula y ya se agolpaban seguidores y detractores del expresidente frente al cordón policial, con los consiguientes rifirrafes. Y lo mismo, con más violencia, en el aeropuerto de Congonhas, donde prestó declaración Lula.

Se encienden los pros y los contras, la polarización aumenta y todo quedará cristalizado el próximo día 13, fecha marcada por los grupos que buscan el fin del gobierno del PT para salir a la calle a protestar. No es una convocatoria por el caso Lula: es una convocatoria por los dos años de la investigación del caso Lava Jato, que cumple dos años el día 17.

La oposición, que no aparece bajo símbolos partidarios en las marchas, cree que son ya demasiadas comparecencias, desmentidos y propósitos de enmienda por parte del Ejecutivo, en gabinete de crisis permanente. Ahora, con Lula en la picota, la jornada será de nuevo multitudinaria, veremos si también pacífica.

Rousseff, en la cuerda floja

A partir de ahí, ya avisan los propios opositores, se redoblarán los esfuerzos por pedir la cabeza de Dilma Rousseff. La salida anticipada de un presidente en Brasil comprende un sinfín de meandros y vericueto, como ha quedado demostrado recientemente el principio de impeachment contra la presidenta, reducido de momento a eso, a embrión del proceso de destitución.

Pero ahora ya no hay ambages y se piden elecciones anticipadas. A falta de una respuesta en firme del Gobierno, que se sostiene en el alambre con aliados débiles y para nada fiables, quedan las palabras de Lula, golpeando el puño contra la mesa de la sede del PT en São Paulo, indignado porque le acusan de tener una casa en la playa, y eso “todo el mundo puede hacerlo menos esta mierda de obrero metalúrgico. Invítenme, porque estoy dispuesto a andar por el país. No es posible ver un país víctima de un espectáculo mediático”, refiriéndose a la operación contra él.  

Por si fuera poco el desafío, Lula redobló el envite a la justicia, la oposición y la prensa dejando en el aire una metáfora equívoca: “Si lo que quisieron fue matar a la jararaca no le dieron en la cabeza, sino en el rabo. Y la jararaca continúa viva”. La jararaca es una serpiente venenosa.

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