Soy Yolanda Guerrero, escritora y periodista que hasta hace pocos años fue solamente lo segundo. Con mi tercera novela, El día que mi madre conoció a Audrey (Plaza & Janés, 2023), he conseguido hacerme comprender a mí misma lo que a muchas de nosotras, aun en el siglo XXI, todavía nos cuesta entender: que no hay edad en la que una mujer no sea capaz de hacer aquello con lo que siempre soñó.

En la descripción de mí misma he omitido algún dato que clarifica esto. Por ejemplo, que publiqué mi primera novela a los 55 años; la segunda, a los 57, y la tercera, a mis 61.

La última, El día que mi madre conoció a Audrey, es muy especial para mí porque, aunque la madre de la narradora que se menciona en el título no tenga nada que ver con la mía, yo la he recordado en cada una de sus páginas.

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En esta novela me invento una historia de amor: la de la gibraltareña Lisa y el malagueño Manuel, que se conocieron en el primero de los dos únicos conciertos que los Beatles dieron en España en 1965; que se amaron a pesar de las turbulencias políticas y sociales en las que la vida les envolvió; que se vieron alejados por el trágico cierre de la Verja de Gibraltar en 1969; que, por un soplo extraño y bendito del azar, un día se hicieron amigos de Audrey Hepburn; que juntos descubrieron la extraordinaria belleza de cuerpo y de alma de aquella mujer excepcional, y que, gracias a ella, consiguieron que las rejas y los balcones que separaron a esos Romeo y Julieta ibéricos se deshicieran bajo el poder magnético del amor…

Todo eso es lo que me he inventado yo en El día que mi madre conoció a Audrey. Pero hay mucho más y no todo es imaginación.

Mientras escribía, recordaba a mi madre sentada a los pies de mi cama, siendo yo muy niña, a mil kilómetros de Málaga. La mujer me hablaba entonces de una ciudad mágica mucho más al sur en la que ella se había criado durante la posguerra, llamada Ronda y elevada en medio de unas montañas misteriosas. Me hablaba de las pistas de tenis del hotel Reina Victoria, que fue refugio e inspiración de Rilke y en las que ella aprendió a jugar.

Me describía la zapatería de La Palma de la que salieron muchos Ordóñez vestidos de luces, aunque mi madre la recordara más bien por los zapatos a medida que le hacía con esmero el patriarca. Me contaba cómo en la Alameda compartía a escondidas con los niños hambrientos las onzas de chocolate que le daba su padre, mi abuelo, militar privilegiado del primer franquismo. Me contaba que Mariquilla, una cabrera guapísima, deslenguada y descarada, le llevaba leche recién ordeñada cada mañana. Mi madre me contaba, me contaba y me contaba, igual que otras madres, narraban cuentos de Caperucita o Blancanieves a sus hijas. Contaba, contaba, contaba. Y yo me lo guardaba.

‘El día que mi madre conoció a Audrey’.

Cuando ya fui algo mayor y pisé Ronda por primera vez, supe a ciegas dónde estaba cada uno de sus adoquines y edificios, de la misma forma en que todos somos capaces de movernos por Nueva York antes incluso de haber cruzado jamás el Hudson. Lo supe porque mi madre me contaba y me contaba… y yo me lo guardaba.

Después crecí y, mientras lo hacía, ella me decía que lo que una mujer necesita para serlo no es aprender a planchar, limpiar, cocinar o hacer la cama, sino leer libros. Y estudiar. Y crecer por dentro. Y seguía hablándome de la España atrasada que estábamos dejando atrás, encarnada en aquella Mariquilla y en su Ronda hidalga, pero también cantaora y zapatera remendona, la de la posguerra. Y me contaba, me contaba, seguía contándome… y yo me lo guardaba.

Crecí más todavía y soñé con que algún día escribiría sobre esa Ronda, la orgullosa, la almohade, la imaginada, la de mi madre. Pero antes de ponerme a jugar con las palabras mayores de un libro, opté por las otras más normales que se usan para describir la vida cotidiana y me hice periodista.

Y mi madre seguía hablándome. Y me decía lo que tantas madres dicen a tantas hijas: "Ay, si me toca la Primitiva, te quito de trabajar y te pongo a escribir", como si mi trabajo de entonces no fuera, precisamente, la escritura. Hoy sé que lo que ella quería era que dedicara todo mi tiempo a hacer novelas y, aunque no me lo dijera expresamente, que las ambientara en Ronda. Quería que escribiera lo que ella solo alcanzó a contarme en forma de cuentos a los pies de mi cama.

Pero no lo consiguió. Lo intenté, de verdad que lo hice. Sin embargo, durante muchos años, mis musas, como las de Serrat, anduvieron de vacaciones. Aunque yo creía que escribía sobre cosas importantes, solo estaba usando mi tiempo para trabajar. Nada más.

Un día, mi madre, al fin, llegó a la meta. A ella le tocó la lotería a su manera, como todo en su vida, y consiguió el premio mayor partiendo de viaje y cerrando los ojos para siempre.

Apenas unos meses después, yo abrí los míos. Abandoné el periodismo, recordé la Ronda de su infancia y empecé a reflejarla levemente, como de pasada, en mi primera novela, El huracán y la mariposa. Dos años después, volví a olvidarla en la segunda, porque con Mariela me fui más lejos: a la Primera Guerra Mundial, a la Revolución rusa y a la pandemia de gripe española, un año antes de que la bestia regresara en forma de coronavirus.

Y Ronda seguía arrinconada en una esquina de mi memoria atávica.

Sin embargo, ahora lo he recordado todo: me he lanzado de lleno y he gastado aquella simbólica Primitiva entera en El día que mi madre conoció a Audrey. Ahora, a esa edad en la que mi madre decía que todas podemos hacer lo que queramos como queramos, y que no hemos de permitir que nadie nos diga que, por ser mujeres y mayores, debemos quedar relegadas a la nada, he desempolvado todo lo que tenía guardado.

Ahí, en mi tercera novela, están mi madre y su Ronda. Y esa Audrey Hepburn a la que ella tanto admiraba e imitaba con sabrinas de todos los colores y jerséis negros de cuello vuelto. Y su Mariquilla, y su música, y su cine.

Pero lo que más hay en ella de mi madre es su filosofía de vida: "Te quito de trabajar y te pongo a escribir". Nada menos que Confucio: cuando uno descubre lo que le apasiona, ya no necesita trabajar más, porque a partir de ese momento el trabajo deja de ser trabajo y se convierte en pasión.

He tenido que cumplir esta edad para entenderlo. Gracias a El día que mi madre conoció a Audrey, me he dado cuenta de que todas las madres del mundo, incluidas la mía y la que da título a mi novela, son y serán siempre sabias. Tanto o más que Confucio.