Falta una semana para el lanzamiento en España del ensayo Un daño irreversible (Deusto), de la periodista de The Wall Street Journal Abigail Shrier, y ya se ha formado el zafarrancho en redes, augurando sangre y espinos en el debate social acerca del colectivo transgénero. Se dice que será “uno de los libros más polémicos del año”. Se dice -manidamente- que es "el libro que no quieren que leas".

Se dice que levantará ampollas en el contexto de la Ley Trans de Irene Montero -y más, en plena alarma por los delitos de odio en nuestras calles-. Se dice, incluso, que el mero hecho de que se edite en nuestro país “es violencia”: ¿tiende la conversación pública patria a la censura de este tomo? Pronto aún para determinar si la editorial recibirá presiones reales o no, pero lo cierto es que la obra de Shrier ya ha esquivado varios intentos de veto en EEUU. 

Lo cuenta el periodista Juan Soto Ivars en el prólogo: el grupo de afinidad LGTB de Amazon, llamado Glamazon, trató -sin éxito- “de retirarlo de los estantes digitales de la compañía con el chantaje sentimental típico de los estallidos de la cultura de la cancelación”. En la cadena de tiendas Target el libro llegó a ser efectivamente retirado por la inflamación de las masas en las redes sociales, “aunque un día más tarde recapacitaron y volvieron a venderlo”. Sea como fuere, su autora ha pasado a convertirse en la enemigo número uno del activismo trans -detrás de ella, J. K. Rowling, Lidia Falcón, Scarlett Johanson y tantas otras-.

¿Por qué este ensayo causa tanto revuelo e hiere tantas sensibilidades, si la periodista que lo firma se define como progresista y se manifiesta a favor de la lucha por los derechos del colectivo trans? En la nota inicial, Shrier se explica: “Doy por sentado que los adolescentes no son del todo adultos. Para una mayor claridad y honradez, me refiero a las adolescentes biológicamente femeninas atrapadas en esta locura transgénero con el pronombre femenino. Las personas adultas son un asunto diferente. Dondequiera que puedo hacerlo sin causar confusión, me refiero a ellas con los pronombres  nombres que prefieren”, expresa.

Es decir, esta obra no está orientada a cuestionar la realidad del colectivo trans adulto y desarrollado física, psicológica y emocionalmente, sino a plantear si son realmente trans todos los menores que están recibiendo tratamientos quirúrgicos y hormonales para remodelar su apariencia. Shrier señala que “el proceso de despatologización ha dejado en una posición de indefensión a chicas confundidas con su propia identidad y descontentas con su cuerpo, a adolescentes casi del todo normales que simplemente atraviesan una época de enajenación y confusión”, teniendo en cuenta que, en paralelo, “el número de chicas trans ha aumentado exponencialmente”.

Por aclarar: la ensayista apoya que quien sea verdaderamente trans encuentre el camino menos doloroso que recorrer hasta sentirse a gusto en su propio cuerpo -o en la forma de ser leídos por la sociedad, acorde a sus sentires-, pero advierte sobre “el peligro descomunal” de darle alas a las chicas que no lo sean en pleno proceso de confusión adolescente, “algo que puede culminar en una mutilación irreversible”. Culpa a medias de cierta “moda cultural” y de “catastrófica negligencia de las autoridades médicas”. Plantea la posibilidad de que haya adolescentes -nacidas chicas, sobre todo, a las que se refiere continuamente en este libro- que encuentren respuestas a sus crisis en un proceso de transición de género.

A favor del colectivo trans adulto

La autora confiesa que al entrevistar a numerosos adultos y adultas trans ha podido comprobar que “su disforia nunca les hizo ser populares, sino que la mayoría de veces fue fuente de malestar y vergüenza”: “No pretenden que nadie les felicite por la vida que han elegido. Quieren ‘pasar’ por una persona del sexo del que se sienten y, en muchos casos, que les dejen en paz". 

Y continúa: "Con algunos hablé de forma oficial y con otros a micrófono cerrado. Con facilidad se ganaron mi admiración por su honestidad y valor. Me hice amiga de uno. Que el activismo trans pretenda hablar en su nombre no es culpa de ellos, ni tampoco su intención. Ellos tienen muy poco que ver con la actual epidemia trans que afecta a las adolescentes”.

La autora ha hecho más de 200 entrevistas para escribir este libro -y más de 50 a familias de adolescentes transgénero-: ha hablado con médicos, endocrinólogos, psiquiatras y psicólogos de renombre mundial especializados en identidad de género, psicoterapeutas, adolescentes y adultos transgénero, pero también con ‘desistidoras’ -aquellas personas que se identificaron como transgénero y dejaron de sentirse así- y con ‘destransicionadoras’ -aquellas que se han sometido ya a procedimientos médicos para cambiar su apariencia pero se arrepintieron y ahora quieren revertir el tratamiento-.

Para muestra, un botón. Arranca el libro con el caso de Lucy, que resumiremos a grandes rasgos para que ustedes se hagan a la idea del tipo de testimonios que recoge este tomo: aquí una chica que había sido una niña “muy femenina” -le encantaba disfrazarse de princesas y otros personajes de ese estilo-, una niña brillante y precoz que, sin embargo, siempre manifestó problemas sociales con otras chicas y dificultades para hacer y mantener amigas. Con los chicos no le pasaba lo mismo: tuvo novios y amigos estupendos durante toda la secundaria.

Al entrar en el instituto, su ansiedad se disparó y cayó en una enorme depresión. Acabó siendo diagnosticada de bipolaridad. Cuando llega a la Facultad de Artes Liberales de la Universidad de Northeastern y le preguntan -a ella y al resto de su clase- con qué pronombre y qué nombre quería ser llamada, empieza a rondar su cabeza una idea: ¿y si cambiar de identidad fuese la solución a su angustia vital? ¿Y si ella tuviese disforia de género? En menos de un año comenzó a tomar testosterona.

Testimonio de los padres

La madre, especialmente, es la que habla aquí. De hecho, esa ha sido la mayor crítica que ha recibido el libro de Abigail: que habla más con las familias que con las adolescentes trans. “Nunca mostró ningún indicio. Nunca la oí expresar sentirse incómoda con su cuerpo. Le vino la regla cuando estaba en cuarto curso, algo que le dio mucha vergüenza porque era muy pronto, pero nada más. Cuando tenía cinco años le hice cortar el pelo cortito, y lloró a lágrima viva porque pensaba que parecía un niño. Lo odiaba”, recuerda la mujer.

La madre creía que Lucy había descubierto esa identidad con la ayuda de internet, “que ofrece un sinfín de mentores y mentoras transgénero que enseñan a las adolescentes el arte de adoptar una nueva identidad de género: cómo vestir, cómo caminar o qué decir”. “También les explican cómo persuadir a los médicos para que les prescriban las hormonas que desean, cómo engañar a los padres o cómo romper por completo con ellos si se resisten a su nueva identidad”. Es decir, los padres de Lucy veían en todas aquellas respuestas crípticas pero agresivas de su hija acerca de su identidad “pura palabrería copiada de internet”, especialmente alertados porque hubiese ocurrido “de la nada”.

Ojo a esta frase demoledora: “La madre dijo que parecía que Lucy se hubiera unido a una secta; temía que nunca liberaran a su hija”. En el libro aparecen casos de padres que les llegan a decir a sus hijos que si de verdad son trans, les van a apoyar hasta el final, que no tienen ningún problema en aceptarlo y en ofrecerles su ayuda, pero basándose en el conocimiento profundo de su infancia y adolescencia -donde, “de repente” les brota este deseo o esta manifestación, siempre en un contexto de crisis existencial, de angustia y de complejos-, no creen que ese sea su caso. Un punto importante es que en casi todas las historias que relata el libro, durante la infancia no aparece ningún guiño a esta futura identidad transgénero. Todo estalla en la adolescencia.

Destransición

Finalmente, Lucy interrumpió su tratamiento después de tres meses tomando testosterona. “Fue suficiente para alterar para siempre su voz y la hizo sentir tan mal como para querer dejarla. Desde que abandonó la escuela para continuar con su vida como ‘hombre trans’ y vivir con un ‘novio’ biológicamente femenino, ha roto esa relación, ha vuelto a estudiar y ya no se identifica como ‘hombre trans’. Con casi 23 años, es una estudiante universitaria de primer año y aún lleva el pelo corto como un chico que se tiñe de toda suerte de color divertido”, cuenta Abigail.

Aún la madre parece poco dispuesta a celebrar que su hija se encuentre mejor, porque teme que vuelva a “cambiar de idea”, aunque las cosas han avanzado: “Tiene una nota media de sobresaliente y las interacciones con sus padres son mucho menos combativas. Es miembro de la comunidad queer del campus. Parece que su madre vivirá los próximos años conteniendo la respiración”. Pero hay otros casos, como el de Julie -hija de dos madres lesbianas, excelente bailarina-, en los que las implicadas sí llegaron a someterse a cirugías superiores.

Algunas se arrepintieron, otras no del todo. A menudo es doloroso y confuso, como la periodista narra en el libro, señalando que todo este proceso se encuentra agudizado por factores como los siguientes: la poca reputación cultural de los padres -que sobreprotegen a sus hijas, error, sí, pero que también son vistos como “castradores” u “opresores”, carcas, en definitiva-, el deseo de transgresión y diferencia, el prestigio moderno de la víctima, la soledad y los altos índices de ansiedad, depresión, suicidio y autolesión de las jóvenes, la irrupción delirante de las redes sociales -donde presuntamente encuentran “maestros” o “referentes queer” que ejercen casi de líderes de una secta-, los ideales de belleza femeninos, cada vez más inalcanzables -más en el siglo del Photoshop y los filtros- y las ansias de encajar en un grupo y de encontrar en él respuesta a todas sus angustias contemporáneas.

Aquí algunos de los extractos más esclarecedores de la obra:

1. “En la mayoría de los casos, casi el 70%, la disforia de género infantil se resuelve. Históricamente afectaba a una pequeña parte de la población, alrededor del 0,01%, y casi en exclusiva a los chicos. De hecho, antes de 2012, no había literatura científica sobre chicas de 11 a 21 años que hubieran desarrollado disforia de género. Esto ha cambiado en la última década y de forma drástica. El mundo occidental ha sido testigo de un repentino aumento de adolescentes que afirman tener disforia de género y se identifican como transgénero. Por primera vez en la historia de la medicina, las chicas de nacimiento no sólo están presentes entre quienes se identifican de esa manera, sino que constituyen la mayoría”.

2. “EEUU se ha convertido en un terreno fértil para este entusiasmo masivo por razones que tienen que ver con nuestra fragilidad cultural: se menoscaba a los padres, se confía en exceso en los expertos, se intimida a los disidentes en ciencia y medicina, la libertad de expresión claudica ante nuevos ataques, las leyes sanitarias el Gobierno conllevan consecuencias ocultas y ha surgido una era intersectorial en la que el deseo de escapar de la identidad dominante anima a los individuos a refugiarse en asociaciones de víctimas”.

3. “La disforia tradicional comienza en la primera infancia y se caracteriza por la sensación ‘persistente, insistente y constante’ de disconformidad y malestar del niño en su cuerpo (algo que un niño pequeño no puede ocultar con facilidad). La posición de los padres suele ser la mejor a la hora de saber si la disforia pasional de la adolescencia comenzó en la niñez temprana (…) No se puede confiar del todo en que los padres sepan cómo se sienten sus hijos, sin embargo, sí que pueden informar sobre la situación académica o profesional de sus hijas, su estabilidad económica y la formación de una familia o la falta de ella, incluso, a veces, acerca de sus éxitos y fracasos sociales. Estas adolescentes que se identifican como transgénero, ¿siguen en la escuela o la han abandonado? ¿Mantienen el contacto con antiguas amistades? ¿Hablan con algún miembro de la familia? ¿Construyen un futuro con alguna pareja sentimental?”.

4. “El fenómeno que arrasa entre las adolescentes es diferente. No tiene su origen en la disforia de género tradicional, sino en los vídeos de internet. Representa el mimetismo inspirador en los gurís de la web, un compromiso asumido con las amigas: manos entrelazadas y respiración contenida, ojos cerrados y con fuerza. Para estas chicas, la identificación trans ofrece liberarse de la persecución implacable de la ansiedad, satisface la más profunda necesidad de aceptación, la emoción de la transgresión, la seductora cadencia de pertenencia”.

5. “Aplaudimos mientras chicas adolescentes sin antedecentes de disforia se sumergen en una ideología radical de género que se enseña en la escuela o encuentran en internet. Los compañeros, los terapeutas, los profesores y los héroes de internet alientan a estas jóvenes, pero aquí el coste de tanta imprudencia juvenil no es un piercing o un tatuaje: está más cerca del medio kilo de carne”.

6. “Si esto se trata de un contagio social, quizá la sociedad pueda detenerlo. Ningún adolescente debería pagar un precio tan alto por haber sido, por poco tiempo, seguidor de una moda”.

7. Variables: la soledad y la depresión, que alcanzan máximos históricos.

“Las adolescentes de hoy pasan mucho menos tiempo en persona con sus amigos -hasta una hora menos al día- que los miembros de la generación X. Y por dios que están a solas. Reportan mayor soledad que cualquier generación de la que haya registro (…) Las adolescentes de hoy en día sufren mucho. Alcanzan récords de ansiedad y depresión. Entre 2009 y 2017, el número de estudiantes de secundaria que contemplaron la idea de suicidio aumentó un 25%. Entre 2005 y 2014, el número de adolescentes diagnosticadas con depresión clínica creció un 37%. Las más afectadas -experimentando la depresión a un ritmo tres veces mayor que los chicos- fueron las adolescentes”.

8. Las redes sociales.

“Tumblr, Instagram, TikTok y Youtube son muy populares entre jóvenes y presentan una alta gama de tutoriales visuales e inspiración pictórica para la autolesión: anorexia, cortes y suicidio. Publicar la experiencia propia con cualquiera de estas dolencias ofrece la oportunidad de ganar cientos, incluso miles de seguidores”.

9. El ideal de belleza cada vez más inalcanzable.

“Hoy todas las fotos de las chicas están retocadas con Facetune. Es un estándar de belleza que ninguna chica de verdad puede alcanzar (…) Saben que son más o menos guapas que sus amigas en función de los ‘me gusta’ que tenga la foto. Ahora el fracaso está predeterminado, es público y profundamente personal”.

10. “La sobreprotección de los padres”, asegura la autora, lleva a estas jóvenes a mayor “vulnerabilidad mental”. Alerta sobre que la escasa “asunción de riesgos” las lleva a no tener que transitar esos puentes “hacia la vida adulta” y subraya que una frase común en los padres de estas chicas transgénero es “mi hija tiene 17 años, pero si la conocieras pensarías que tiene 14”.

11. “Muchas de las adolescentes que caen en la locura transgénero llevan una vida de clase alta, típica de la generación Z, atendidas curiosamente por personas para las que ser padre es un verbo activo, incluso un trabajo de por vida, y suelen ser estudiantes brillantes. Hasta que la fiebre transgénero no se apodera de ellas, estas adolescentes destacan por su simpatía, compañerismo y ausencia total de rebeldía. Nunca han fumado un cigarrillo, nunca beben. Tampoco han sido nunca sexualmente activas (…) Y, en ocasiones, ni se han masturbado. Sus cuerpos son un misterio y han explorado poco sus deseos más profundos, en gran parte desconocidos. Pero sufren, sufren mucho, están ansiosas y deprimidas. Son complicadas, desmañadas y tienen miedo. Sienten que hay un abismo peligroso entre las chicas inestables que son y las mujeres glamurosas que los medios sociales les dicen que deben ser”.

12. “Las adolescentes transgénero hoy no quieren ‘pasar’ por un chico, no mucho. Por lo general, rechazan la dicotomía niño-niña. No se esfuerzan demasiado en adoptar los típicos hábitos de los hombres: rara vez se compran un juego de pesas, ven fútbol o se comen a las chicas con la mirada. Si se cubren de tatuajes, prefieren los femeninos de flores o animales de dibujos animados: queer, por supuesto, y nada de ‘hombres cis’. Huyen de la condición de mujer como de una casa en llamas, sus mentes fijas en la fuga, no en un destino en particular. Sólo el 12% de las personas nacidas mujeres que se identifican como transgénero se han sometido o desean una faloplastia. No tienen planes de obtener el apéndice masculino que la mayoría de gente consideraría definitorio de su masculinidad. Como me explicó [la terapeuta especialista en personas transgénero] Sasha Ayad: ‘Recibo una repuesta frecuente en mis pacientes, algo así como ‘no sé exactamente si quiero ser un tío, sólo sé que no quiero ser una chica’”.

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