Cuando de pequeña, siendo ya una niña amenazantemente hermosa, Nelly Arcan empezó a leer a Dostoievski, la Biblia y Los cantos de Maldoror, no sabía que iba a acabar siendo prostituta. No sabía que estaría siempre encadenada por su enigmática y colosal belleza -a su cuerpo lo llamó “burka de piel”-, no sabía que entregaría su deseo a la mirada de los hombres y luego trataría de subvertirlo, no sabía que sería inevitablemente un animal extraño y fiero, complejísimo y lleno de contradicciones, una de esas hembras locas que jamás sabes si verás mañana o habrán muerto ya de una sobredosis o encaramadas a la barandilla de un hostal de mala muerte -de esos con neones azules que avisan de la lujuria y del peligro-.

Una de esas mujeres a las que siempre se echa de menos y no se entiende bien por qué, quizá porque andan levísimamente en el filo de las cosas, trepando el lado más bestia de la vida.

La vida de Nelly

Arcan fue nena de clase media, buena estudiante, tímida, nacida en Lac-Mégantic -cerca de la frontera con EEUU-, asediada por una madre deprimida y un padre reaccionario y religioso que creía en el diablo más que en sí mismo y que le inculcó una tremenda educación sacra: ahí Nelly bebiendo los delirios de esas profesoras monjas, “mujeres secas y fanáticas del sacrificio en el que habían convertido sus vidas, mujeres a las que tenía que llamar madre y que llevaban un nombre falso que habían elegido ellas mismas, hermanas-madre que me enseñaron que los padres no son capaces de ponerles nombre a sus hijos para entablar relación con dios”.

Tocó el piano doce años, cuenta, y, como todos los jóvenes atolondrados que piensan que la vida les debe algo, quiso irse a vivir del campo a la ciudad, jamás volvió a tocar una nota y trabajó de camarera en un bar mientras escribía su tesis, y, sin tener claro por qué, respondió a un anuncio en el que buscaban escorts y se metió de lleno en un oficio que nunca quiso dejar. Pero no fue una puta, Nelly, no fue sólo una puta, nadie es sólo una puta, aunque ella titulase así, con esa palabra cruda y sórdida su gran obra cumbre -que ahora reedita Pepitas de Calabaza-.

No hay ninguna descripción aquí, no esperen encontrar pasajes masturbatorios ni escenas delimitadas de coitos sucios: es un libro ansioso, lleno de frases largas y aturrulladas, de enumeraciones delirantes, es como un vómito hacia arriba que se devuelve en forma de confeti, es un ejercicio soberbio de autoficción que no se parece a ninguna otra cosa que no sea a él mismo.

Es de una intimidad incómoda, es abyecto y bello y terrible y quirúrgico, es una revelación encantadora de cómo acabó jugando con los hombres, haciéndose actriz no para ellos, sino contra ellos, de cómo terminó por hundirles lanzándose a la comedia y convirtiéndola en su propia existencia. Se rió todo el rato. Se rió de esos sementales que quisieron dosificarla y los exprimió hasta el final, exprimió su seducción hasta el hartazgo. Fue una venganza exquisita, una venganza a la que bien se puede dedicar toda una -corta- vida.

Escandalosa y poética

Cambiaba de estética, Nelly, se operó varias veces, siempre parecía otra. La mayoría de los varones se quedaron con sus piernas, con su aspecto tierno y sexy a la vez, y nunca se interesaron por sus libros ni por su discurso, pero ella fue una feminista pionera y denunció todas y cada una de las humillaciones a las que fue sometida. “Escribir no sirve más que para agotarse sobre la roca; escribir es perder trozos, es comprender desde demasiado cerca que vamos a morir”, decía. Todo el rato Nelly fue una cuenta atrás.

Puta es escandaloso y poético, es un diario de desesperación, angustias y deseos vitales. Nelly ni siquiera se llamaba Nelly -su nombre real era Isabelle Fortier-, pero necesitó proyectar en otro cuerpo, en otra cosa, en otro universo, todo lo que tenía que decir: necesito crear un personaje para poder contar algo tan escamoso como que se bautizó putamente como ‘Cynthia’, se bautizó putamente con el nombre de su hermana muerta. “Cada vez que un cliente me llama por su nombre, es a ella a quien llama de entre las muertas”, lanzó. Cynthia murió siendo un bebé y Nelly pensó siempre que ella le había robado su lugar en el mundo, así que trató de vivir, aunque de prestado, por las dos.

El libro se convirtió en un pelotazo editorial y casi en una temprana pieza de culto, porque aunque traspasó las fronteras de Canadá y se volvió un mito en sí mismo, sigue siendo una rareza fuera de los mercados francófonos. “Si sentimos resentimiento hacia los que se suicidan es porque ellos siempre tienen la última palabra”, esbozaba.

Para lidiar con esos demonios internos fue a conocer a Patrick Cady, que sería su psicoanalista y también su maestro literario. Él diría de ella que “era más poeta que escritora, con eso quiero decir que se ponía delante del ordenador y esperaba, con el ordenador apagado, como si una voz fuera a dictarle lo que tenía que escribir”: “Pero no soportaba quedarse en casa sola, así que esperaba en los cafés o incluso a veces en mi casa. La veía mirarse en una pantalla negra, a veces hasta una hora, y de repente escribía algunas líneas o una página, luego la voz se callaba volvía a sumirse en la espera”.

El suicidio

“Sí, la vida me ha atravesado, no lo he soñado, esos hombres, miles de hombres, en mi cama, en mi boca…”. Farfullaba. Se volvía molesta e irascible. Le gustaba gamberrear y lo hizo hasta cuando dejó de tener gracia. La ridiculizaron en televisión. Se convirtió en una parodia de sí misma. En el fondo, Nelly nunca creyó en su tremendo talento, siempre se sintió una impostora, una barbie con dotes de médium que a veces lanzaba palabras y ellas se ponían solas en orden. Se parapetó en su cuerpo. Se amó poco, se destrozó mucho. No creyó, nunca creyó, que su vida tuviese ningún valor.

Odiaba a los enamorados que se encontraba por las calles: le entraban ganas de abofetearlos. Acude a un psiquiátrico en rancia y pide que le envíen a su habitación los diez volúmenes que había disponibles en ese momento del Seminario de Lacan, y eso siempre el pánico entre el personal sanitario. La echan de allí. Se va despidiendo del mundo, Nelly, aunque en el fondo sólo lo hace de su psicoanalista y editor. Cuando él acude a buscarla tras leer su correo fúnebre, ya no estaba. Se le había parado el pecho en el trayecto de la ambulancia: eso dijeron los informes clínicos, pero en verdad aquel artefacto le había muerto mucho, mucho antes.

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