Este es un cumpleaños sombrío, un cumpleaños de aplauso triste: en los últimos doce meses, las feministas no hemos hecho más que perder. Desde que el pasado 8 de marzo se nos criminalizara en masa por la última manifestación por la igualdad a las puertas del confinamiento -y prácticamente se nos acusara de ser la punta de lanza de la Covid-19-, el feminismo ha vuelto a considerarse un accesorio, un capricho, no más que una revolución estética liderada por una ministra con tan exiguo prestigio como Irene Montero, olvidando, cómo no, que este movimiento no tiene cara ni jerarquía, no tiene mantras ni tiene santas.

En 2020, el feminismo pasó de estar en el centro del debate social y de copar telediarios a sumirse en la invisibilización mediática más absoluta: por eso tiene más sentido que nunca una publicación como la nuestra, como MagasIn, porque entiende la igualdad como un asunto de derechos humanos cuyo interés y reivindicación es constante y siempre urgente; porque no se deja vapulear por las modas ni por el clickbait. Cuando nadie hablaba de feminismo, nosotras seguimos convirtiéndolo en punto inexcusable del día. 

Más violencia, menos muertes

Es curioso, porque, de hecho, las grandes crisis -como la que padecemos ahora- subrayan, más que nunca, quién es fuerte en una sociedad y quién es débil. Lo sabemos porque durante la pandemia, la violencia contra las mujeres ha aumentado aunque las muertes se hayan reducido. Las cifras mortales, que iban en aumento desde 2016, han sido frenadas en número por el encierro, llevando a los asesinatos a los niveles más bajos desde que se tienen estadísticas: 43 mujeres en todo 2020. No obstante, las expertas ya advirtieron que el terror no ha hecho más que crecer, porque el confinamiento llevó a las mujeres maltratadas a quedar secuestradas en la rabia, el desprecio y la violencia de sus verdugos entre cuatro paredes de las que, por ley, no se podía escapar.

Recordaban las especialistas en violencia machista que los asesinatos se producen “cuando la víctima se rebela y quiere abandonar la relación”, cuando la mujer “se enfrenta al maltratador diciéndole que así no puede seguir o se va de casa”: algo que, tristemente, no han podido hacer este último curso. Si el impulso asesino de los agresores no se ha consumado es porque han tenido más sensación de control y de seguridad al poder convivir ininterrumpidamente con sus víctimas en casa; lo que no quita que la tensión que ha ocasionado esta situación inédita y la desesperación del encierro haya hecho más frecuentes los estallidos de ira en el hogar. Tanto es así que las denuncias han crecido un 60% en el 016 y más de un 200% en las consultas online.

Teletrabajo y maternidad

Por no hablar de la conciliación y de la maternidad, que ha hecho que las mujeres trabajadoras tengan que llevar sobre sus espaldas un peso inédito: no sólo el de los cuidados de los hijos y del hogar -una presión siempre enigmática, abstracta, invisible y no remunerada- más el de la responsabilidad de cumplir en su empleo fuera de casa, sino el de seguir encargándose de todo con más fruición cuando se prohibió la asistencia de los niños al colegio y no pudieron delegar en nadie durante esas horas curriculares la educación y la protección de sus vástagos.

Son ellas las que han vuelto a poner en peligro su carrera, son ellas las que han tenido que arañarle horas al sueño para satisfacer las exigencias del jefe y de la familia, a pesar de que los hijos también fueran de sus compañeros sentimentales, quienes, no nos extrañará, han pasado más de puntillas por todo este drama anual. Nos parecían entrañables los vídeos públicos de las profesionales que divulgaban su trabajo -periodistas, presentadoras y expertas de diferentes ámbitos en la trinchera de la videollamada- mientras los críos correteaban por detrás o pedían su atención, pero lejos de ser anecdótico, era trágico y ponía en evidencia el desigual reparto de las tareas en el hogar.

Por supuesto, el teletrabajo ha diluido aún más la estrecha línea entre la vida privada y la vida laboral, convirtiendo la casa en la oficina, en el despacho, en la empresa a la que se puede llamar sin horario: una forma aparentemente moderna y fresca de dinamitar conquistas sociales como la asistencia a una sede ajena al caos íntimo y familiar y el respeto a unos horarios y unos tiempos legalmente aprobados.

Ninguna mujer pudo esquivar la llamada del jefe -previsiblemente hombre, como veremos ahora- mientras bañaba al crío, extenuada, a las diez de la noche: total, dónde iba a estar, si tenía que estar en casa y, por tanto, disponible. El trabajo asalariado ha comido terreno en la intimidad, muy especialmente, de las mujeres. El sistema capitalista, aunque renqueante y herido por esta pandemia, persiste sustento en los cuidados de ellas, que han tenido que seguir cargando con el mundo para que sus compañeros pudiesen brillar en sus empleos y no tuviesen que verse perjudicados por las ‘minucias’ -nótese la ironía- domésticas. Eso tan poco glamouroso.

El resto de datos siguen sin ser alentadores: la tasa de paro femenino es del 20,6%, un 43% más alta que la tasa de paro masculino; España es el segundo país de la UE con más paro entre las mujeres, solo superado por Grecia; las mujeres españolas cobran 5.800 euros menos que los hombres de media al año y sólo el 1,8% de las mujeres ocupan puestos de alta dirección.

Prostitución campando a sus anchas

El empobrecimiento hijo de la crisis ha vuelto a encontrar su diana en ellas. A finales de agosto de 2020, Irene Montero instaba a las comunidades autónomas a “cerrar los prostíbulos” para “frenar el virus”, pero en septiembre las buenas intenciones se rendían a la evidencia: era muy difícil enfrentarse a la impunidad vigente de la industria de la explotación sexual. Lo más desasosegante para el feminismo fue que la propuesta de Montero no se inspirase en un verdadero espíritu abolicionista, sino que sus fuerzas fuesen dedicadas a una propuesta más bien estética que habría finalizado, entendemos, cuando terminase el terror de la pandemia. Nunca hubo un feminismo menos radical que éste.

Ley Trans en el foco

Lo cierto es que la ministra de Igualdad prefiere no mojarse mucho en el debate de “abolicionismo vs. regulacionismo”, porque, manifiesta, éste “abre brechas” en el feminismo y “es complicado”. La brecha que no le ha importado abrir en el seno del movimiento es la de la Ley Trans, que ha pregonado a bombo y platillo este año como si verdaderamente fuese la primera preocupación de las españolas.

Se estima que en España hay más de 10.000 personas transexuales -y, por supuesto, sus derechos están en nuestra agenda-, pero parece Montero haberse olvidado de los más de 24 millones de mujeres que también habitan este país y a las que se desoye día tras día. Nos ha puesto a todas el pin queer. Y a callar con las reivindicaciones clásicas sin consumar, que ahora parecen obsoletas, por no decir carcas.

Hipersexualización femenina

Pero hablemos de crisis, precarización e hipersexualización femeninas. El peor mes de la pandemia fue el mejor para Pornhub con picos de crecimiento diarios de hasta un 17%. En Reino Unido, los trabajadores sexuales lanzaron una campaña llamada ‘WankAsThanks’ (‘danos las gracias con una paja’) para recaudar fondos mientras facilitaban a los sanitarios acceso gratuito a sus contenidos digitales. Dudoso gusto. Durante este año ha entrado felizmente en juego para el machismo una aplicación en alza donde se han volcado nuevas opresiones hacia las mujeres -que son las mismas que las antiguas, pero ahora, cómodamente virtuales-: Onlyfans. Ya no te explotan, mujer, ahora te autoexplotas. Esto era el progreso.

Son muchas jóvenes las que han empezado a cosificarse en plena pandemia en Onlyfans: para obtener dinero ahora que sus trabajos se iban al traste y para llegar a fin de mes vendiendo su cuerpo desnudo en internet, aséptica y limpiamente, gracias a un virus que nos impide tocarnos. La demanda está disparada.

Para los despistados: Onlyfans es una plataforma social británica, fundada en 2016, que cada vez adquiere más protagonismo en España -ha crecido un 75% en los últimos meses- y que ya cuenta con casi 30 millones de usuarios, de los cuales un 1% son “creadoras de contenido”, como ellas acostumbran a llamarse. Mejor dicho, son “trabajadoras sexuales”, porque aunque esta web pueda albergar todo tipo de temáticas, se centra en la pornográfica: desnudos, masturbación, sexo online… sin censura de ningún tipo y mediante un muro de pago.

Además, tiene un componente personalizado que la acerca a la cultura de la prostitución: permite que el usuario interactúe en un chat privado o videollamada con la ‘influencer’ y le pida “lo que desee que haga” con el cheque en la mano, abonando un extra. Del dinero que a priori gana la dueña del perfil, el 20% va para Onlyfans. Es una comisión bastante alta teniendo en cuenta que la plataforma no promociona las cuentas -tienen que hacerlo las chicas mediante su Twitter o Instagram, donde suben fotos eróticas a medio gas e invitan a ver el “contenido completo” en esta web-, y, que, además, su competidor inmediato Patreon -que no permite el porno- cobra el 5%. De nuevo, dinero rápido a cambio de perpetuar la imagen de la mujer como proveedora de sexo y del hombre como pagador -porque él tiene el dinero-.

En resumen, ha sido un año negro para el feminismo: por la escisión dentro del movimiento a causa de la Ley Trans, por la sobrecarga de trabajo para las mujeres en lo que al confinamiento respecta, por la violencia, la precarización y la hipersexualización en alza y por la pérdida de espacios conquistados en conferencias, cursos y talleres por la igualdad que no han podido celebrarse por las restricciones y que eran fundamentales para seguir manteniendo candentes nuestras propuestas serias.

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