-"¡Treinta y nueve, thirty-nine, my age!"

Un extranjero rojo e hinchado le enseña su última muela a todo el bar. Es la primera broma que comprende en toda la noche. Lleva cinco años sentándose en la misma silla, todos los jueves. Aún no sabe contar hasta 30 en español y nunca ha ganado el Bingo, pero sigue viniendo. Ha elegido una clase de español poco común, en una plaza con tantos acentos que nadie sabe cual es el verdadero.

Con el infierno a sus espaldas, Lorena Larios se coloca entre las estufas de la terraza y gira la manivela sin compasión. Parece que el bombo la ha tratado mal y quiere mutilarlo. La vizcondesa (como la apodan algunos, por su ojo distraído) se contonea como un pavo real, embutida en su traje de volantes. Su peluca se acerca con agresividad al toldo que cubre la terraza, la mata de pelo quiere salir volando. Los collares de perlas que cuelgan de su cuello hacen de contrapeso. Le sirven de ancla, la atrapan en aquel momento.

Tiene el apellido manchado de Málaga, pero no es de aquí, sus vocales no se esconden. La terraza del bar El Carmen es un laberinto para aquella travesti de dos metros que reparte suerte. Lleva casi 25 años de purpurina y relleno, y 16 cantando el Bingo en ese mismo lugar.

"He pedido el Bingo en braille, pero no me lo traen porque es más caro", dice mientras enfoca sus ojos dispersos en la diminuta bolita blanca. Lleva bromeando sobre su edad desde antes de tener edad para hacerlo. Le sobra experiencia, en todos estos años ha perfeccionado el tiro de rotulador y los reparte a puñados, con la violencia justa. Siempre cae el número exacto que necesita cada mesa.

Aquel bar estrecho de tonos malva se transforma. A las cinco de la tarde de ese mismo día, nadie podría adivinar qué hora es. Es ese ecuador temporal en el que es lícito que se mezcle el vino con el café. Un matrimonio pálido y desgastado engulle una paella intercambiando sus impresiones en inglés. A su lado izquierdo, un grupo de chicos toman café en manga corta. Es diciembre, hace demasiado frío para eso. Vienen de Alemania, no hay de qué preocuparse.

Lorena Larios en El Carmen.

En medio de aquella convención internacional un grupito de chicos, bien abrigados, hablan de Eurovisión y de Ana Mena. Probablemente ellos sean los únicos que saben que por la noche llega Lorena. No hay ninguna bandera arcoíris, quizás de fondo se escucha a Fangoria y por eso algún espabilado puede intuir que es un bar gay.

Los alemanes no lo saben, ellos solo están de paso, aunque alguno se queda casi por equivocación. En la Plaza de la Merced hay demasiados habitantes con fecha de caducidad. Aquí no hay un idioma oficial, aunque algunos se esfuercen.

-"He visto un perro verde, decidme, ¿qué tiempo verbal es?"

La clase de castellano lleva pocos minutos en marcha. Junto con los alumnos y sus desperezos, los vecinos del portal 21 se despiertan todos los viernes mientras repasan alguna conjugación.

La escuela de español para extranjeros del Instituto Picasso está en la primera planta del portal de al lado. La entrada a los edificios se esconde entre los restaurantes de tapas que se presentan con una oferta de sangría en inglés. Uno de los muchos que decoran la Merced.

Desde la plaza se puede ver el cartel polvoriento y anticuado que indica el lugar donde se preguntan si existe un perro verde. El letrero está colgado en uno de los balconcitos de reja que perfuman en hilera el contorno del ruedo. Todos los ventanales tienen puertas esbeltas, que algún día fueron verdes, rematadas con una media roseta de vidrieras tétricas y repintadas.

La mayoría de los balcones están descuidados. Apenas tienen flores y las pocas que quedan parecen destinadas a morir sin unos ojos que las miren. Están solas e infectadas. Les ha alcanzado la plaga que poco a poco desintegra el centro. Se extiende rápido y algunos expertos alertan de que es peligrosa. Los primeros indicios visibles son unas cajitas de plástico muy cuadradas con números y candados que crecen de un día para otro en los portales. A la Merced ha llegado muy rápido. Dicen que pueden causar daños graves a los que vivan con ellos a su alrededor, pueden incluso llegar a necesitar cambiar de barrio.

Uno de los efectos tempranos de esta plaga es la pérdida del acento, la extinción de las mesas camilla y el olor a puchero. Los síntomas más severos son la aparición de cajas fuertes, maletas, hervidores de agua, toallas blancas y ásperas, neveras vacías, botecitos diminutos de champú y shower gel y café soluble.

Por el momento, no existen métodos de prevención y las víctimas incrementan cada día. Aquellos edificios que algún día fueron grandes hogares envidiables, ahora solo tienen un dueño que nadie conoce y las macetas se mueren de pena.

Un nuevo día, un nuevo vecino

Un nuevo día, un nuevo vecino; un asistente pasivo a la clase de español a través de las paredes de papel que dividen las viviendas. En el edificio 20 el único castellano que se oye esa mañana es el de aquel profesor, él es el perro verde que afirmaba haber visto. Él es de una especie protegida.

En las dos viviendas peor tratadas por el tiempo y por su dueño, aún resisten dos alquileres de larga estancia. Están en la primera planta y comparten un rellano atestado de cacharros y ocupado por un armario inmenso que usa la limpiadora del edificio para mantener impolutos los pisos vacacionales.

En el primero exterior viven tres estudiantes, presas de la romantización de ser una chica moderna que puede ver la Catedral de Málaga desde su balcón. Tiene una distribución marciana. En la ducha no cabe ni la sombra de la cortina y los techos altos pierden toda su pretensión con el estampado psicodélico que recrea la humedad. Se puede intuir que las puertas fueron blancas y que en algún momento llegaron a cerrar. El salón es un pasillo estrecho y lúgubre con dos sofás desinflados que te invitan a huir hacia la cocina.

Cuando llegaron no tenían siquiera congelador (un gran problema para la dieta tupperiense de una estudiante). Friegan los platos con agua fría y mitigan el calor del verano con dos ventiladores oxidados que truenan como un aerogenerador.

Quejarse no es una opción. Poder vivir en el centro y pagar menos de 300 euros es "un lujo". Que se lo digan a su casero, aquel hombre desdichado que no les pudo comprar un congelador. Él solamente es dueño del edificio completo y algún que otro más por el centro. Una miseria.

"No queda espacio para la gente de Málaga que quiera vivir en el centro". Irene se fue de Granada hace cuatro años, lleva dos en ese piso. En su edificio solo conoce a Giovanni, el vecino de al lado con el que comparten humedades. Irene ha visto los pisos que el propietario alquila a 140 euros por noche en su mismo edificio y tiene muy claro que ellas no son su prioridad. De vez en cuando tienen suerte, y su casero les da algún mueble viejo que quiere renovar. Todo un detalle.

Ellos son los únicos habitantes perennes en el edificio hueco y barroco. Fuera de sus puertas, hay algunos vecinos que habitan camuflados. Están siempre ahí, pero es como si no existieran, o como si quien los mira prefiriera que no estuvieran.

"Cantinero de Cuba, Cuba, Cuba, solo bebe aguardiente para olvidar…"

Los latigazos del sol y la voz ronca de un bolero aporrean las puertas verdes de madera descascarada. La Merced al medio día ruge como una olla exprés. Repeinado y puntual Eduardo Chamorro comienza su recital, frente al bar El Carmen.

Eduardo Chamorro junto a la estatua de Picasso

Es difícil determinar su edad, tiene la piel morena y desgastada. En cada quejido asoman unas encías desiertas y endurecidas y su cara se llena de arrugas caóticas y ramificadas. Algunos (muy pocos) lo miran atentos, sobre todo los más rubios que llegan incluso a sacar la cámara en un acto de caridad. Al mismo tiempo, algunos vecinos cierran las ventanas, quizás por el sol o porque la divinidad se les desvaneció en la quinta visita de Eduardo. Pasa dos veces al día, todos los días, nunca falla.

Él es uno de los habitantes de la Merced. Uno de los pocos que no huye, que ve pasar el tiempo desde su cantar. Él vive en la memoria de Málaga. Cuando canta mira hacia arriba, como si le dedicara una serenata a las novias que nunca le esperan en los balcones empolvados de la plaza. Su voz se apagó hace mucho tiempo, pero la tierra en su garganta le da la credibilidad que necesita cada una de las palabras de esa canción.

"Hoy me quiero emborrachar, necesito ser amado…"

Termina de cantar y agacha la cabeza en una leve reverencia. Una familia descolorida aplaude sin mucho entusiasmo. Se quita el sombrero y recoge las pocas monedas que le dan. Eduardo sonríe a todo el mundo, aún más a los que no lo quisieron escuchar.

No es el único vecino al que los turistas ignoran. Uno de los residentes habituales no tiene nombre, ni identidad, ni registro, pero es un vecino más. La desdicha lo ha enterrado en años. Camina a trompicones entre la nube de perfume. Solo conoce dos miradas, la que ni siquiera le dedican; la mirada de la indiferencia, y la de espanto de aquellos que llegan a posar sus ojos en la pústula supurante de su talón que chorrea tras él. Su cara refleja un dolor profundo, de una herida infectada, en su piel y en su dignidad.

Ellos no están solos, la plaza siempre está habitada por los mismos cuerpos, muchos nombres sin domicilio que funden sus horas bajo la mirada fría de la estatua de Picasso. Él es el único que los ve. Son invisibles. El resto, pasa rápido sin detenerse, romantizando lo irromantizable: el descampado feo y seco que ocupa la mitad de la plaza; el ruido insoportable de las obras eternas; el olor a orina de los domingos por la mañana y “las tapas” profanadas por precios destartalados.

La mayoría de los turistas que resisten a la noche se quedan agarrados a su copa de vino, y se camuflan en algún bar. Los hay que por despiste acaban en El Carmen, bajo las faldas de Lorena. Ninguno entiende los juegos de palabras que la travesti escupe en su inglés atropellado, pero importa poco, su humor no necesita lenguas. Todo se mancha de purpurina y disidencia. Desaparecen los invisibles.

"¡Bingo!"

Lorena se gira y su ojo izquierdo persigue al derecho que llegó primero. Un milagro. La voz sale de aquel hombre que llevaba perdiendo cartones cinco años por no entender ni media palabra. Lorena suelta la manivela y se lanza a la boca de aquel señor redondeado que no paraba de reír.

"¡Este hombre ha aprendido español con esta mierda de travesti!".

María Guerrero es estudiante de la facultad de Periodismo en la Universidad de Málaga y participa en la sección La cantera periodística de la UMA a través de la cual EL ESPAÑOL de Málaga da su primera oportunidad a los jóvenes talentos.