Las teterías han sido durante décadas en Málaga mucho más que simples locales para tomar un té en invierno. Sus paredes han sido testigos de primeras citas, primeras quedadas entre grupos de chavales e importantes anuncios. Pero la realidad es que la presión económica, el cambio de hábitos sociales y la pandemia han provocado que estas vayan desapareciendo poco a poco y, sobre todo, encuentren en los barrios una bomba de oxígeno.
En el Centro de Málaga ha llevado a muchas de ellas, durante los últimos años, a echar su persiana para siempre. Hace más de veinte años, los malagueños decían adiós a la tetería Baraka, en la calle Horno. También cerraron Zaouk, en la Tribuna de los Pobres; o Doce Lunas, en el Teatro Cervantes.
Más en la actualidad, en 2021, por ejemplo, despidieron a El Harén, un lugar donde dieron sus primeros pasos musicales Pablo Alborán o Vanesa Martín y que se negó rotundamente a cambiar su filosofía ante tanta turistificación. Y a finales de este año, cerrará para siempre una de las más clásicas, La Tetería de San Agustín, que lleva más de tres décadas abierta.
El motivo de ese último cierre es el cambio de propietario del edificio, que pasa a manos de una familia americana, y el fin del contrato, pero los altos alquileres no ponen fácil que pueda seguir adelante el negocio en otro lugar. Precisamente, la mayoría de teterías que sobreviven están en los barrios por ese motivo. Salvo el Palacio Nazarí, en la calle Méndez Núñez, y la de San Agustín, según se puede apreciar en Google Maps, el resto se reparten por otros distritos, alejadas del casco histórico.
Nirvana y Déjavu en Carretera de Cádiz; Kinyeti en Cruz de Humilladero; El Pequeño Buda, en Teatinos y Nueva Málaga... Y para de contar. La zona oeste de la ciudad ha sido clave para mantener este modelo de negocio tan tradicional que aún no ha caído frente a las grandes cadenas de comida rápida.
El pequeño Buda
Gustavo Alcaide, propietario de las dos teterías que están abiertas en la capital bajo el nombre de El Pequeño Buda, reconoce que no sabe qué pasará de aquí a diez años, pero que para llegar hasta el punto actual "hay mucho trabajo". También asevera que él y su equipo se deben a "la clientela de barrio".
Aunque su nombre suena exótico, sus raíces están bien ancladas en el barrio de Nueva Málaga. “Yo cogí la de Nueva Málaga en 2004, pero ya existía desde 1996. Se llamaba Tetería Khadil, aunque en realidad ese nombre era un error tipográfico. Era Jalil, un nombre árabe, pero se tradujo mal”, recuerda Gustavo.
Él y su hermano fueron primero trabajadores del local, hasta que decidieron quedarse con el negocio y darle una segunda vida. “En aquel momento había un boom de teterías, la gente se sentaba hasta en los escalones de la puerta para que les sirvieras. Era una locura”, rememora. Años más tarde abrirían un segundo local en Teatinos, ya con el nombre de El Pequeño Buda desde el principio. “Nos gustaba más ese nombre. Así que unificamos las cartas, los estilos, y ambas se quedaron con El Pequeño Buda”.
El Pequeño Buda.
Durante un tiempo también gestionaron otra tetería en el centro, llamada La Manquita, pero como una larga lista de negocios, no sobrevivió. “Los alquileres eran imposibles y la pandemia remató lo que ya era difícil. Al final tuvimos que cerrarla”, explica. Esa situación es la que cree que pone en peligro a muchos negocios tradicionales en el centro de Málaga: “El centro se ha convertido en un lugar para turistas. Si no te adaptas o no te marchas, desapareces. Por eso pienso que negocios como el nuestro solo pueden sobrevivir en los barrios”, añade.
El Pequeño Buda ha resistido varios terremotos: la crisis de 2010, la pandemia y los cambios en la clientela. “Lo hemos pasado muy mal, pero también hemos aprendido mucho, lo hemos mirado en positivo. Durante la pandemia, por ejemplo, adaptamos horarios y ahora trabajamos menos horas pero con más productividad. El cliente se acostumbró a venir antes, y eso nos ha beneficiado”.
La clave para sobrevivir, para Gustavo, está en el producto y el cariño. “Nuestra carta tiene productos cuidados al detalle, con materias primas de calidad. Los sorbetes, por ejemplo, los hacemos con sandía natural que congelamos nosotros mismos. Nada comprado ya hecho. En invierno se vende mucho té, y ahora se han disparado los crepes tras renovar la receta”.
El Pequeño Buda.
En estos años, la tetería se ha convertido en un pequeño universo en el que caben todas las edades. “Desde chavales de 15 años a matrimonios mayores. Intentamos mantener un ambiente agradable, y si hace falta llamamos la atención para que todo el mundo esté a gusto. Ya me pasa que vienen los hijos de quienes venían hace veinte años. Me dicen: ‘échale un ojo a mi hijo, que está por ahí sentado’”, cuenta entre risas.
Tras más de dos décadas, Gustavo mira atrás y reconoce cuánto ha cambiado su relación con la tetería. “Empecé con 20 años. He madurado dentro de la tetería. He aprendido a golpes, a base de trabajar, de equivocarme y levantarme. Los momentos más difíciles son los que más enseñan”, confiesa.
Kinyeti
En la calle Mauricio Moro de Málaga, se encuentra Kinyeti, otra de esas teterías que ha sabido sobrevivir al paso del tiempo. Jaime Jiménez, su propietario, abrió el local en 2001 junto a su madre, ya jubilada, a la que admira con locura. "No las habrá más creativas que ella en la vida", expresa.
Juntos decidieron dejar atrás trabajos que no les convencían para emprender un negocio propio. “Queríamos algo grande, en un barrio, no en el centro. Lo montamos todo nosotros”, recuerda.
En sus inicios, el éxito fue rotundo. “Venía gente de toda la provincia. No había tanta oferta de ocio como ahora”, explica. Hoy, la clientela ha cambiado: subsisten gracias a cada vez más vecinos fieles. “Llevamos tanto tiempo que han venido ya varias generaciones: los padres, los hijos... y algunos hasta con los nietos”. Su producto estrella: los crepes, sobre todo el marroquí, junto a los batidos caseros y, por supuesto, el té moruno.
El interior de Kinyeti.
Como su compañero Gustavo, cree que el éxito de la tetería se debe a su barrio, un sitio donde se crea comunidad: “En el centro no tienes clientes fijos. En los barrios sí, y eso es vital”. Así, pone en valor un detalle muy importante. Cuando abrieron, relata, no había tanta oferta de ocio como en la actualidad, lo que les daba puntos.
"No había un Plaza Mayor, ni un Muelle 1 donde pasear, ir de compras y tomarte algo. Gente de toda la provincia venía a las teterías a echar el rato con los amigos, en pareja o con la familia. Abarcábamos muchos más espacios que por desgracia no hacemos ahora", añade.
Hoy, Kinyeti sigue siendo un refugio para quienes buscan un té y un rato de calma. “Si se trabaja bien, este tipo de negocio puede durar muchos años”, afirma convencido. Actualmente, Jaime gestiona el local junto a un equipo de trabajadores, tras la jubilación de su madre.
Nirvana
En el epicentro de la barriada de El Torcal, entre el ajetreo de la vida diaria y los inmensos bloques de ladrillo que forman la Carretera de Cádiz, pervive Nirvana, otra tetería que abrió en el año 2004 y que regenta a día de hoy Franz Durán, quien lleva desde sus inicios sosteniéndola con mimo.
“Empezamos en 2004. Yo estaba terminando la carrera y mi chica, Inma Luque, que ya falleció, trabajaba en una tetería muy conocida en Málaga, Baraka. Su ilusión siempre fue montar algo propio”, recuerda Durán con la voz templada por los años.
Su pareja enfermó de cáncer y Franz acabó quedándose solo al frente del negocio hace ya tres años. Pero la esencia que ambos idearon continúa intacta: una carta cuidada y un espacio lleno de relax. "En realidad, tampoco ofrecemos nada muy diferente a lo que da un chiringuito chill-out".
El interior de Nirvana.
La idea surgió de un proyecto del Parque Tecnológico, dependiente de la Junta de Andalucía, que ayudaba a emprender a jóvenes. Un conocido quería montar a comienzos de los 2000 un cibercafé, un negocio totalmente extinto ya, y la pareja acudió a acompañarle a una reunión donde les explicaban los pasos a seguir para obtener estas ayudas.
Allí vieron que igual había un hueco para crear algo diferente. Así nació Nirvana, que abrió sus puertas el 31 de octubre de 2004. “Por entonces ni las cachimbas ni siquiera estaban de moda todavía. Nosotros las tuvimos un tiempo, pero decidimos quitarlas”, explica Franz. “Siempre hemos querido un ambiente tranquilo, familiar, de amigos y parejas que vienen a charlar”.
El producto estrella de este negocio depende de la estación: en invierno triunfan los tés especiados como el chai, el té moruno o el de canela. En verano, las granizadas, batidos y tés fríos ganan protagonismo. “De hecho, el té frío lo seguimos haciendo como mi pareja servía en Baraka, con la misma receta. Es una forma de recordarlos”, dice.
El local, curiosamente, también guarda retazos de otra tetería desaparecida. “Cuando cerró el Café del Viajero, que estaba frente al Albéniz, pude comprar algunas mesas y objetos. Me gusta conservar trozos de sitios que fueron especiales, aunque no soy ningún coleccionista. Es una pena que hayan cerrado, pero al menos algo queda aquí”, lamenta.
Para Franz, por mucho que vengan nuevos rostros, los que salvan los días malos son "los de siempre", los que llevan años sin fallar. Pero también a su vez resalta la capacidad de reacción que han tenido las teterías para renacer: "En verano sufríamos mucho, pero fuimos rápidos en adaptar la carta para añadir bebidas frescas y, por qué no, copas. No puedes vivir solo del té".
Pero todo ello sin perder su esencia. Franz ha aprendido que el equilibrio está en ofrecer hospitalidad sin renunciar al carácter acogedor del espacio. “La gente viene a un negocio de hostelería, sí, pero también una experiencia. Por eso cuidamos la decoración, la luz y el ambiente”, añade Durán.
Aunque haya días más fáciles y otros más complicados. Ninguno, a día de hoy, se plantea un cierre próximo en la cabeza. Quedan tardes de crepes, relax y batidos con nata. Quedan primeras citas, primeras quedadas con colegas y anuncios bonitos en sus mesas. Aunque sean catalogadas como supervivientes de la gentrificación, aún les queda mucha historia por escribir.